Mi Mundo
jueves, 16 de marzo de 2023
CUENTOS - DIOS EXISTE Y VIVE EN JERUSALEN
DIOS EXISTE Y VIVE EN JERUSALEN
domingo, 12 de marzo de 2023
FRAGIL COMO EL CRISTAL - RECUERDOS DE CRISTAL
E.N.
lunes, 6 de marzo de 2023
FRAGIL COMO EL CRISTAL - EL SILENCIO DE LA MUERTE
EL SILENCIO DE LA MUERTE
========================
El
cementerio estaba desierto. Nadie visitaba a los muertos a esa hora de la noche. Nadie, excepto la amiga de la joven inquilina del
nicho número 318.
Una amiga
que apresuraba los pasos, no por temor -
en ese lugar ya no había nada que temer - sino porque un ligero escalofrío recorrió su
cuerpo. Tenía la sensación de estar en medio de la nada; suspendida en el
vacío, en un lugar que es ningún sitio. La nieve crujía bajo sus pisadas;
una nieve dura, a punto de convertirse en hielo.
El reloj de
la iglesia daba las cuatro, de la misma forma que había dado las cuatro diez
años antes cuando las dos amigas, cogidas del brazo habían recorrido el mismo
sendero en busca de la inmortalidad.
Aquella
noche habían salido con los pocos amigos que quedaban en el pueblo y con los que al igual que ellas, habían regresado a casa para celebrar la navidad. Había sido un reencuentro
divertido después de unos meses duros en la universidad. Iban de un bar al segundo y de vuelta al primero contando confidencias y secretos que desde hacía tiempo ya andaban en boca de todos porque en un
pueblo tan pequeño y entre amigos de toda la vida, no hay secretos. Incluso
conocían las historias de aquellos que se habían marchado para siempre huyendo de una tierra fría e inhóspita; de un pueblo sin futuro donde la gente si no
se moría de aburrimiento, se moría de viejo.
Y esos viejos que conocían a las amigas desde su
nacimiento decían de ellas que eran como almas gemelas, que la una no sabía
andar sin la otra. ¡Que siempre estaban juntas! Por eso, cuando faltaba un
cuarto de hora para las cuatro abandonaron cogidas del brazo el viejo bar de
Pepe, dispuestas - esas fueron sus últimas palabras en la puerta - "a lograr la mayor hazaña de sus
vidas".
- ¿Cuántos años tienes?
- Yo 18 ¿y tú?
- Voy a cumplir 19.
- ¡Será posible! ¿Tantos años? ¡Somos viejas!
Habían
salido del bar sin saber muy bien hacia donde ir. En un pueblo tan
pequeño no había mucho donde elegir.
- ¿A donde vamos?
- No sé, dejemos que sea el destino el que nos guíe.
- ¡Tú y yo y el destino! La pareja se convierte en
trío. ¡Nadie se lo va a creer!
- ¡Qué más da! Lo único que importa es nuestra
amistad.
- ¿Recuerdas? Íbamos a comernos el mundo.
- Luego, ya ves, hemos aprendido a digerir con
dignidad las amarguras.
- Por eso, cuando Jesús te dejó, yo estaba a tu
lado.
- Y yo al tuyo cuando Pablo te engañó.
- Fue entonces cuando decidimos vivir de verdad,
¿recuerdas? Divertirnos sin atar nuestros sentimientos a nadie, solo tú y yo.
- Aún así te enamoraste de José.
- Y tú de ese chico extranjero.
- Y tú de Luis.
- Y tú de Andrés.
Las dos
amigas se reían abiertamente al tiempo que intentaban secarse las lágrimas de
la risa con un pañuelo ya mojado.
El destino,
que había guiado sus pasos durante los últimos diez minutos, las había dejado
frente a la iglesia.
- Y ¿tu crees que algún día entraremos aquí vestidas
de blanco?
- Supongo que sí. Todo llega con el tiempo aunque
estoy segura de que en nuestro caso tardará en llegar.
Reanudaron
su camino en silencio, rumbo a ninguna parte.
- Este año la facultad se presenta dura.
- Está difícil y hemos aprobado por los pelos.
- Menos mal, porque si no, a estas horas no
estaríamos aquí.
Miraron a
su alrededor.
- No, aquí desde luego que no. ¿Te das cuenta de
donde estamos?
- Dios mío, pero ¡si es el cementerio!
El reloj de
la iglesia daba las cuatro con un sonido ensordecedor que retumbaban en el frío de la
noche. Las amigas estaban en uno de los largos pasillos del cementerio y no
sabían hacia dónde ir. Quedaron paralizadas, como si la muerte
se hubiera apoderado de ellas. La sensación duró sólo un instante pero logró
cambiar el rostro de las dos.
- Creo que este es un buen lugar para hacer
promesas. A la muerte no la puedes engañar.
- Y que es lo que quieres prometer.
- Quiero que me prometas que somos inmortales, dijo
entre sollozos.
- Pero que te pasa ¿Por qué lloras?
- Prométemelo. Prométeme que somos inmortales. Yo también te lo prometo.
- Te lo prometo. Tu y yo, nuestra amistad, no moriremos jamás.
- ¿Sabes que nadie me ama?, continuó diciendo
al tiempo que las lágrimas corrían por su mejilla.
- ¡Claro que lo sé! Pero no te preocupes porque ya tendrás tiempo de aburrirte de tanto amor.
- ¡Pero yo no quiero morir virgen!
- ¡Estás loca! ¿Por qué hablas de la muerte?
- Supongo que es el lugar, estamos rodeados de
difuntos.
Ya no podía
contenerse la risa. Sus lágrimas y llanto fingidos se convirtieron en una
inmensa carcajada.
- ¡Eres una bruja!
Fue así
como estalló la guerra de las nieves que duró hasta que ambas cayeron exhaustas
sobre un banquillo.
No se
habían dado cuenta de que estaba nevando y de que los pequeños copos blancos
iluminaban el cementerio como pequeñas estrellas del firmamento.
- Este lugar no es real. No hay vida y está libre de
pecado.
- ¿Y que hacemos aquí?
- No lo sé, pero no me gusta. No me vuelvas a traer.
- Yo no he sido, te lo prometo. Ha sido el destino.
- Vámonos a casa. Estoy cansada y tenemos toda la
navidad por delante.
Continuaron
el camino por uno de los largos pasillos del cementerio. La nieve crujía bajo sus pisadas, una nieve dura, a punto de convertirse en hielo.
Apenas
recordaba el lugar del nicho pero estaba segura de encontrarlo. Diez años
habían transcurrido desde aquella noche . De regreso a casa
unos focos invadieron la calle y en un segundo la vida de su amiga
quedó aplastada sobre el asfalto cubierto de nieve que no tardó en teñirse de rojo. Rojo era el color de la
muerte y rojo también el color de los copos que caían del cielo.
Nunca llegó
a comprender lo que había pasado. ¿Qué la habían hecho a su amiga? No podía
morir. ¡Era inmortal! Se lo había prometido.
Cuando finalmente llegó al nicho se quedó mirando la lápida de mármol.
"1955-1973
Tus padres te
recuerdan" rezaba la inscripción. No había nombre, tampoco flores. No
había nada.
Recordó
entonces el inmenso vacío que había sentido durante el entierro.
Recordó también el silencio que había percibido tras la muerte de su amiga.
A su alrededor se habían acumulado caras desconocidas, bocas que hablaban sin emitir sonidos, cuerpos que se movían lentamente y ojos que fijaban su mirada en los sepultureros que poco a poco, ladrillo a ladrillo, iban cerrando el agujero de la muerte.
Y volvió a
sentir ese inmenso vacío que durante diez años se había apoderado de su vida. Tenía un hueco en su alma, la oscuridad de un nicho, el negro agujero de la
muerte. Y ahí,
Y escuchó también de nuevo el silencio, incapaz de explicar su propia existencia. Era sordo y mudo, dibujado de maldad, cruel como solo lo puede ser la vida. "¡Que te han hecho amiga mía!", fue el grito con el que quiso matar el silencio.
¿Qué te han
hecho?, fue la pregunta con la que intentó
llenar su vació.
Palabras
que quedaron suspendidas en el aire. Sin respuesta. No había nada ni nadie para
responder.
Solo
silencio; el mismo que se llevó a su amiga. El silencio de la muerte.
Todavía estas conmigo y sigo sin comprender.
lunes, 7 de marzo de 2022
FRAGIL COMO EL CRISTAL - CUCASINA
CUCASINA
Son personas; mujeres, hombres, abuelos, abuelas, también niños con un futuro todavía por dibujar. Son personas. Gente, seres humanos, que respiran, suspiran, anhelan, sienten, aman y odian. Y ahora huyen.
Entonces me acuerdo de mi abuela.
Ella era grande, muy grande. Inmensa. Tenía una sonrisa que alcanzaba de un continente a otro y un abrazo con el que podía rodear al mundo. Era mi abuela.
Cuando era
pequeña me acunaba con su dulce voz, cantando una nana que recuerdo con el
nombre de "Cucasina". Cantaba en una lengua desconocida que yo imaginaba venía del más allá, de otro planeta y hasta de otra galaxia.
Mis sueños infantiles me llevaron a imaginar que yo era la heredera de su
estirpe y que por mis venas corría sangre galáctica. Por eso me gustaba no
entender sus palabras. Pasaron varios años hasta que supe que ella,
sencillamente, no había nacido en mi país y que por eso hablaba otro idioma.
Esa revelación me trastorno durante muchos días y mi abuela se convirtió en un
ser extraño que nada tenía que ver con mi propia sangre. Un sentimiento que se agudizó cuando mamá me contó que la abuela había nacido en una tierra donde los días a veces no tienen noche,
y donde las noches, durante algunos meses, nunca se hacen de día.
Pero una
mañana, cuando la vi tan grande como siempre, con su sonrisa que seguramente
llegaba al otro lado de la tierra; ese día, mientras arreglaba el pelo de
mi muñeca que yo, en un arrebato de ira había arrancado, comprendí que no era
una extraña. Somos sangre de nuestra sangre, decía con cara de misterio
mientras introducía con infinita paciencia los flecos de lana en los pequeños
orificios de la cabeza de plástico. No era el pelo original, ni siquiera del
mismo color ya que Adela - ese era el nombre de la muñeca - pasó de ser rubia
platino con pelo suave como la seda, a tener una cabellera color zanahoria,
tosca y menos abundante. Pero no importaba porque volvió a mis juegos
infantiles gracias a mi abuela que había comprendido que Adela pagó con su pelo
mi enfado y mi temor a no volver a oír de su boca la palabra Cucasina.
Tardé años en poder hablar con mi abuela porque su lengua era dura y difícil. Aún
así era capaz de transmitir los sentimientos más difíciles, incluso aquellos
que a veces vacían el alma y no tienen nombre. Así su cara y su cuerpo podían
reír y llorar al mismo tiempo, amar y odiar e incluso vivir y morir de una sola
vez.
Conseguí comprender ese misterio gracias a la insistencia de mi abuela a enseñarme su
idioma necesitado de palabras con el que se comunicaba con más facilidad
que yo con mi propia lengua llena de voces. Claro que mi abuela decía que los vocablos en sí carecen de valor, que lo
que realmente importa son los sentidos que acompaña a cada una de las letras pronunciadas.
Las palabras, intentaba explicarme, son pequeños soplos que desaparecen cuando
chocan con el aire por lo que no tienen ningún valor. Sin embargo, el
sentimiento con el que emitimos los sonidos queda dentro de nosotros, para bien
o para mal.
Aprendí el idioma de mi abuela a través de
los juegos que compartíamos día tras día y que casi siempre terminaban en largas y
ruidosas carreras. Luego, cuando yo ya estaba exhausta de tanto correr y
esconderme por la casa, mi abuela me acurrucaba en sus brazos cantándome al
oído los sueños de Cucasina. A mamá no le gustaba verme
correr como una loca por toda la casa con lo que el juego solía terminar bruscamente en un
castigo en mi habitación. Allí, a solas las dos, sin nadie que nos molestara
seguíamos jugando al escondite. A mi me tocaba contar, así que apoyada contra la pared, chapurreando
su idioma llegaba hasta diez, para luego buscar a mi abuela. Y ella, que no
tenía ningún sentido de su propia grandeza, se escondía debajo de la cama donde
siempre quedaba atrapada entre el suelo y los muelles del somier. Abuela, ¡no
ves que estás demasiado gorda! decía yo riendo al tiempo que tiraba de su brazo
para ayudarla a salir. Ella no se daba cuenta, o no quería darse cuenta,
para no perderse mis grandes carcajadas.
Desde luego
era grande. Inmensa. No cabía debajo de mi cama y ocupaba casi toda la acera de
la calle. Nos gustaba pasear, ir al parque para descubrir mundo, ya fuera
verano, primavera, otoño o invierno, aunque ella prefería la última estación
del año. Los días son ahora transparentes profería y puedes atrapar el frío con
tus manos. ¡Mira, aquí lo tengo! gritaba entre risas mientras abría lentamente
la palma de su mano. Y efectivamente, allí, grabado sobre la línea de la vida
estaba el frío: una raya azul que atravesaba su mano hasta perderse por el
hueco de la manga del abrigo. Yo naturalmente intentaba hacer lo mismo pero no
conseguí nunca apoderarme del frío. Eso se consigue con los años, decía, y
tienes mucho tiempo para aprender. Luego, un día, cuando seas mayor, sabrás que
puedes retener la vida en tus manos y más tarde también la muerte.
A veces,
las palabras de mi abuela entraban directamente en mi corazón, pero otras se
escapaban con el viento. No te oigo abuela, gritaba entonces, ¡no entiendo lo
que me estas diciendo! ¿Por qué masticas las palabras, por qué susurras las
frases? Es mi manera de ponerte a prueba, respondía, de saber si me atiendes o
si por lo contrario te has dejado engatusar por las musarañas. A mí, lo de las
musarañas, me hacía mucha gracia y uno de nuestros juegos favoritos era buscar
en las paredes, detrás de los muebles, en los armarios, e incluso entre las
flores, unos bichos que concebíamos deformes, con cuerpo grande y patas
pequeñas, que de cuando en cuando llenaban mi sesera. No hay musarañas en tu habitación y tampoco
en el parque ¿y sabes por qué? Porque están todas metidas en tu cabeza. Eso es lo que decía mi abuela.
A medida
que pasaban los años su presencia se hizo imprescindible en mi vida
hasta tal punto que era capaz de absorber toda mi atención. Así descubrí que su
ser era como un espejismo. A veces parecía transparente, como si realmente no
existiera, mientras que otras se convertía en un ser sólido y real.
Supongo que esto se debía a su peculiar forma de desplazarse por la casa ya que en vez
de andar, con los pies pisando fuerte el suelo levitaba de un lugar a otro. Resultaba divertido
porque estaba siempre en movimiento atareada con algo aparentemente innecesario. Le gustaba,
por ejemplo, mover los objetos de un lado a otro, especialmente las pequeñas
urnas de cristal que mamá se empeñaba en coleccionar. Decía que a la
vida hay que darla imaginación y fantasía. Por eso hablaba en
voz alta con las flores, cantaba al viento o recogía en sus manos las gotas de
lluvia para acercarlas con suavidad a la tierra.
Yo era consciente
de que para un desconocido mi abuela parecía una vieja loca, pero estaba cuerda. Aún así me preguntaba si
valía la pena seguir confiando en ella o si por lo contrario debía cambiar de
rumbo y emprender el camino en solitario. Un día, mientras estaba meditando
sobre el asunto, recordé que de niña me había cantado nanas para hacerme
olvidar los temores de la oscuridad y decidía que ahora me tocaba a mí enseñarle
todas las melodías de moda. Canciones que ella no entendía pero que tarareaba a
la perfección, siguiendo con su cuerpo voluminoso el ritmo de la música. De esa
forma aprendió a bailar el "twist", "la yenka", el
"rock and roll" y todos los bailes que formaban parte de mi joven
vida. Y ella, a pesar de la edad me seguía sin el menor tropiezo. ¿Eran setenta,
ochenta o noventa años? No recuerdo, pero eran muchos años. Su pelo canoso y su
cara marcada por el tiempo daban fe de ello.
Mi abuela
era vieja y a lo largo de su vida había acumulado una gran sabiduría que intentaba
transmitir. Cuando te mires al espejo, dijo un día, no busques tu cara,
sumérgete en tus ojos y descubre tu existencia. Porque ahí, en lo más profundo
de la pupila, en el color del iris y en el brillo de tu mirada están escritos
tus recuerdos. Por eso mi abuela tenía una mirada brillante que solamente se
apagó el día que decidió que ya era hora de dejarme caminar en solitario. Ya no
me necesitas, repetía con dulzura, ya no me necesitas. No quise entender lo
que estaba escuchando por temor a perderla para siempre y luego el tiempo me ha
enseñado que fueron siempre sus palabras y su murmullo casi imperceptible los
que llenaban mi existencia. Amor se escribe con mayúsculas, me susurraba
al oído, pero también con pequeñas letras.
Nos abrazamos
durante un largo rato y aunque fue hace muchos años todavía puedo sentir su calor. Sus brazos estaban siempre
dispuestos a llenarme de alegría y también a protegerme de mi ignorancia, penas
y temores. Por eso, cuando reía o lloraba, lo hacía con ella y cuando me dolía
el corazón buscaba refugio en el suyo compartiendo así la invasión de la
tristeza. Porque a mi, al igual que a mi abuela, me invadía y me sigue
invadiendo la tristeza. Ella lo explicaba como el estallido de todos los
sentimientos acumulados que no hemos podido expresar. Y de alguna forma, decía,
tienen que salir. Por eso nos invade la tristeza. Me lo decía llorando,
desconsolada, porque sabía que ya no quedaba tiempo para enseñarme el secreto de
la vida.
Desde
luego era grande, muy grande. Inmensa. Era mi abuela. Murió huyendo de la guerra, treinta años antes de que yo naciera.
lunes, 28 de febrero de 2022
FRÁGIL COMO EL CRISTAL - HORA DE VOLAR
HORA DE VOLAR
La noticia de una nueva
guerra entra como un huracán en mi vida y moviliza mi memoria sin darme
cuenta. Mi subconsciente hurga en lo más profundo de mis recuerdos para
reavivar la llama de la lucha por la paz y es entonces cuando de pronto
recuerdo algo que no tiene sentido y que desde luego no guarda relación alguna
con lo que está ocurriendo en el mundo.
1970. Acababa de
estrenar la adolescencia y a pesar de mi juventud, mamá que siempre fue una
adelantada, no solo de su tiempo, sino de todos los tiempos, decidió que ya era
hora de aprender a volar. Tocaba bachillerato y la mejor opción era estudiar en
el extranjero, primero Inglaterra y luego Alemania, para así aprender bien los
dos idiomas. Eso era lo que decía mamá. También papá, aunque creo recordar que
se mostraba algo más reticente a soltar a una niña todavía a sus ojos,
al gran mundo.
Y puedo decir gran mundo
porque en aquellos años el mundo era todavía grande. Para hablar por teléfono necesitábamos
monedas, para saber la ubicación de una tienda o cafetería, había que preguntar;
acercarse a una persona, a ser posible un portero que conocía bien el barrio, y
hablar con él educadamente, utilizar la voz y pronunciar palabras. Si llegábamos
tarde a un sitio no podíamos avisar y las distancias que ahora son tan cortas,
eran lo que eran, distancias.
¿Móvil? ¿Internet? ¿WhatsApp?
¿Chat? ¿Online? ¿Conectarse con? Palabras que todavía no se habían inventado y
que yo, por no decir mis padres, jamás imaginaría que llegarían a mi
vocabulario. La compra de un billete de avión era presencial, el propio billete
de papel, el asiento del vuelo incluido en el precio, así como la comida o el tentempié
que se ofrecía en el camino. Luego en Londres busca el horario de autobuses,
compra el billete para la estación de tren y una vez ahí vuelta a empezar para
llegar a la ciudad de destino. Brighton en este caso. Yo tenía 14 años, pero
mamá consideró que estaba más que preparada para enfrentarme a todos estos
retos prácticos de la vida. En un país desconocido, sin familia y amigos.
Y mamá tenía razón.
Casi siempre lo tenía. Llegué a mi destino sin perderme y me instalé con toda
comodidad en la casa de la familia Hunniset. Ella bajita y redonda, ama de casa
sin aspiraciones profesionales y buena mujer. Él, alto y delgado, profesor de
la universidad politécnica con el que aprendí más y mejor inglés que la
mayoría. Ellos, la hija de 10 años, con la que veía la televisión, y el hijo,
de 16, que muy de vez en cuando se dignaba a sacarme de paseo para enseñarme la
auténtica vida de los jóvenes ingleses. Porque en mi colegio éramos todos
extranjeros y ahí, la relación con los nativos, salvo el profesorado, era muy
escaso.
Y llegó el gran día.
Esta noche hay un concierto, me dijo el hijo de 16 años, si quieres puedes venir.
Es gratis. El movimiento hippie no se había abierto paso en la España franquista,
pero a pesar de ello sabía que su lema era hacer el amor y no la guerra, que
los conciertos con la música en favor de la paz como Woodstock y el de la Isla
de Wight eran multitudinarios y que en el ambiente siempre se respiraba un
dulce aroma a marihuana.
No lo dudé un momento. ¡Claro
que iría!
Luego supe que fue su
padre el que le había obligado a llevarme porque él había quedado con sus
amigos y no tenía ningún interés en hacer de niñero de una joven pueblerina
llegada de España. Le dije que no se preocupara, que yo me las apañaría sola,
que él a su rollo y que yo jamás contaría nada a sus padres.
Así llegamos al lugar
del concierto, un edificio enorme en la zona universitaria. Seguimos a la
corriente de jóvenes que entraba por la puerta principal y subía por las
escaleras hasta la buhardilla. Una sala inmensa, en penumbra, llena de jóvenes
literalmente tirados en el suelo, fumando canutos que iban de boca en boca y
bebiendo cerveza. El hijo encontró a sus amigos y yo me senté algo alejada de
todos disfrutando de mi momento. ¡Si mi madre me viera!
No tenía ni idea de
quien iba a cantar ni cuanto duraría el concierto, pero eso eran solo pequeños
detalles. Lo importante es que ahí estaba yo, llegada de una dictadura, en
medio de ese movimiento que tanto asustaba a los mayores dispuesta a devorar
con todo mi ser los detalles de lo que estaba pasando.
Y entonces entró él. Un joven flacucho, ni
alto ni bajo, con media melena algo ondulada. Vestía vaqueros, una camiseta,
zapatillas deportivas y su guitarra colgada al pecho. Se acercó a la silla colocada
en el centro de la sala y se sentó. La ovación era ensordecedora, pero de la
misma forma que había comenzado de la nada se murió de pronto en un silencio
sepulcral. Tocó unos acordes y con ellos comenzó mi camino a un mundo lleno de
sentidos y sentimientos.
1970. Una buhardilla.
Un Concierto. Cerveza. Marihuana. Un cantante. Y yo, 14 años. Un recuerdo que
me llega con la noticia del estallido de una guerra. ¿Por qué?
Ese fue mi primer
encuentro con Donovan. Cantó Soldado Universal, según muchos la mejor canción
en contra de la guerra que se ha escrito jamás. Firma la canción la música canadiense
Buffy Sainte-Marie.