HORA DE VOLAR
La noticia de una nueva
guerra entra como un huracán en mi vida y moviliza mi memoria sin darme
cuenta. Mi subconsciente hurga en lo más profundo de mis recuerdos para
reavivar la llama de la lucha por la paz y es entonces cuando de pronto
recuerdo algo que no tiene sentido y que desde luego no guarda relación alguna
con lo que está ocurriendo en el mundo.
1970. Acababa de
estrenar la adolescencia y a pesar de mi juventud, mamá que siempre fue una
adelantada, no solo de su tiempo, sino de todos los tiempos, decidió que ya era
hora de aprender a volar. Tocaba bachillerato y la mejor opción era estudiar en
el extranjero, primero Inglaterra y luego Alemania, para así aprender bien los
dos idiomas. Eso era lo que decía mamá. También papá, aunque creo recordar que
se mostraba algo más reticente a soltar a una niña todavía a sus ojos,
al gran mundo.
Y puedo decir gran mundo
porque en aquellos años el mundo era todavía grande. Para hablar por teléfono necesitábamos
monedas, para saber la ubicación de una tienda o cafetería, había que preguntar;
acercarse a una persona, a ser posible un portero que conocía bien el barrio, y
hablar con él educadamente, utilizar la voz y pronunciar palabras. Si llegábamos
tarde a un sitio no podíamos avisar y las distancias que ahora son tan cortas,
eran lo que eran, distancias.
¿Móvil? ¿Internet? ¿WhatsApp?
¿Chat? ¿Online? ¿Conectarse con? Palabras que todavía no se habían inventado y
que yo, por no decir mis padres, jamás imaginaría que llegarían a mi
vocabulario. La compra de un billete de avión era presencial, el propio billete
de papel, el asiento del vuelo incluido en el precio, así como la comida o el tentempié
que se ofrecía en el camino. Luego en Londres busca el horario de autobuses,
compra el billete para la estación de tren y una vez ahí vuelta a empezar para
llegar a la ciudad de destino. Brighton en este caso. Yo tenía 14 años, pero
mamá consideró que estaba más que preparada para enfrentarme a todos estos
retos prácticos de la vida. En un país desconocido, sin familia y amigos.
Y mamá tenía razón.
Casi siempre lo tenía. Llegué a mi destino sin perderme y me instalé con toda
comodidad en la casa de la familia Hunniset. Ella bajita y redonda, ama de casa
sin aspiraciones profesionales y buena mujer. Él, alto y delgado, profesor de
la universidad politécnica con el que aprendí más y mejor inglés que la
mayoría. Ellos, la hija de 10 años, con la que veía la televisión, y el hijo,
de 16, que muy de vez en cuando se dignaba a sacarme de paseo para enseñarme la
auténtica vida de los jóvenes ingleses. Porque en mi colegio éramos todos
extranjeros y ahí, la relación con los nativos, salvo el profesorado, era muy
escaso.
Y llegó el gran día.
Esta noche hay un concierto, me dijo el hijo de 16 años, si quieres puedes venir.
Es gratis. El movimiento hippie no se había abierto paso en la España franquista,
pero a pesar de ello sabía que su lema era hacer el amor y no la guerra, que
los conciertos con la música en favor de la paz como Woodstock y el de la Isla
de Wight eran multitudinarios y que en el ambiente siempre se respiraba un
dulce aroma a marihuana.
No lo dudé un momento. ¡Claro
que iría!
Luego supe que fue su
padre el que le había obligado a llevarme porque él había quedado con sus
amigos y no tenía ningún interés en hacer de niñero de una joven pueblerina
llegada de España. Le dije que no se preocupara, que yo me las apañaría sola,
que él a su rollo y que yo jamás contaría nada a sus padres.
Así llegamos al lugar
del concierto, un edificio enorme en la zona universitaria. Seguimos a la
corriente de jóvenes que entraba por la puerta principal y subía por las
escaleras hasta la buhardilla. Una sala inmensa, en penumbra, llena de jóvenes
literalmente tirados en el suelo, fumando canutos que iban de boca en boca y
bebiendo cerveza. El hijo encontró a sus amigos y yo me senté algo alejada de
todos disfrutando de mi momento. ¡Si mi madre me viera!
No tenía ni idea de
quien iba a cantar ni cuanto duraría el concierto, pero eso eran solo pequeños
detalles. Lo importante es que ahí estaba yo, llegada de una dictadura, en
medio de ese movimiento que tanto asustaba a los mayores dispuesta a devorar
con todo mi ser los detalles de lo que estaba pasando.
Y entonces entró él. Un joven flacucho, ni
alto ni bajo, con media melena algo ondulada. Vestía vaqueros, una camiseta,
zapatillas deportivas y su guitarra colgada al pecho. Se acercó a la silla colocada
en el centro de la sala y se sentó. La ovación era ensordecedora, pero de la
misma forma que había comenzado de la nada se murió de pronto en un silencio
sepulcral. Tocó unos acordes y con ellos comenzó mi camino a un mundo lleno de
sentidos y sentimientos.
1970. Una buhardilla.
Un Concierto. Cerveza. Marihuana. Un cantante. Y yo, 14 años. Un recuerdo que
me llega con la noticia del estallido de una guerra. ¿Por qué?
Ese fue mi primer
encuentro con Donovan. Cantó Soldado Universal, según muchos la mejor canción
en contra de la guerra que se ha escrito jamás. Firma la canción la música canadiense
Buffy Sainte-Marie.
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