lunes, 7 de marzo de 2022

FRAGIL COMO EL CRISTAL - CUCASINA

 

CUCASINA


 
 
   
     
   
Son  personas; mujeres, hombres, abuelos, abuelas, también niños con un futuro todavía por dibujar. Son personas. Gente, seres humanos, que respiran, suspiran, anhelan, sienten, aman y odian. Y ahora huyen.

     Entonces me acuerdo de mi abuela.

     Ella era grande, muy grande. Inmensa. Tenía una sonrisa que alcanzaba de un continente a otro y un abrazo con el que podía rodear al mundo. Era mi abuela.

    Cuando era pequeña me acunaba con su dulce voz, cantando una nana que recuerdo con el nombre de "Cucasina". Cantaba en una lengua desconocida que yo imaginaba venía del más allá, de otro planeta y  hasta de otra galaxia. Mis sueños infantiles me llevaron a imaginar que yo era la heredera de su estirpe y que por mis venas corría sangre galáctica. Por eso me gustaba no entender sus palabras. Pasaron varios años hasta que supe que ella, sencillamente, no había nacido en mi país y que por eso hablaba otro idioma. Esa revelación me trastorno durante muchos días y mi abuela se convirtió en un ser extraño que nada tenía que ver con mi propia sangre. Un sentimiento que se agudizó cuando mamá me contó que la abuela había nacido en una tierra donde los días a veces no tienen noche, y donde las noches, durante algunos meses, nunca se hacen de día.

    Pero una mañana, cuando la vi tan grande como siempre, con su sonrisa que seguramente llegaba al otro lado de la tierra; ese día, mientras arreglaba el pelo de mi muñeca que yo, en un arrebato de ira había arrancado, comprendí que no era una extraña. Somos sangre de nuestra sangre, decía con cara de misterio mientras introducía con infinita paciencia los flecos de lana en los pequeños orificios de la cabeza de plástico. No era el pelo original, ni siquiera del mismo color ya que Adela - ese era el nombre de la muñeca - pasó de ser rubia platino con pelo suave como la seda, a tener una cabellera color zanahoria, tosca y menos abundante. Pero no importaba porque volvió a mis juegos infantiles gracias a mi abuela que había comprendido que Adela pagó con su pelo mi enfado y mi temor a no volver a oír de su boca la palabra Cucasina.

     Tardé años en poder hablar con mi abuela porque su lengua era dura y difícil. Aún así era capaz de transmitir los sentimientos más difíciles, incluso aquellos que a veces vacían el alma y no tienen nombre. Así su cara y su cuerpo podían reír y llorar al mismo tiempo, amar y odiar e incluso vivir y morir de una sola vez.

    Conseguí comprender ese misterio gracias a la insistencia de mi abuela a enseñarme su idioma necesitado de palabras con el que se comunicaba con más facilidad que yo con mi propia lengua llena de voces. Claro que mi abuela decía que  los vocablos en sí carecen de valor, que lo que realmente importa son los sentidos que acompaña a cada una de las letras pronunciadas. Las palabras, intentaba explicarme, son pequeños soplos que desaparecen cuando chocan con el aire por lo que no tienen ningún valor. Sin embargo, el sentimiento con el que emitimos los sonidos queda dentro de nosotros, para bien o para mal.

     Aprendí el idioma de mi abuela a través de los juegos que compartíamos día tras día y que casi siempre terminaban en largas y ruidosas carreras. Luego, cuando yo ya estaba exhausta de tanto correr y esconderme por la casa, mi abuela me acurrucaba en sus brazos cantándome al oído los sueños de Cucasina. A mamá no le gustaba  verme correr como una loca por toda la casa con lo que el juego solía terminar bruscamente en un castigo en mi habitación. Allí, a solas las dos, sin nadie que nos molestara seguíamos jugando al escondite. A mi me tocaba contar,  así que apoyada contra la pared, chapurreando su idioma llegaba hasta diez, para luego buscar a mi abuela. Y ella, que no tenía ningún sentido de su propia grandeza, se escondía debajo de la cama donde siempre quedaba atrapada entre el suelo y los muelles del somier. Abuela, ¡no ves que estás demasiado gorda! decía yo riendo al tiempo que tiraba de su brazo para ayudarla a salir. Ella no se daba cuenta, o no quería darse cuenta, para no perderse mis grandes carcajadas.

     Desde luego era grande. Inmensa. No cabía debajo de mi cama y ocupaba casi toda la acera de la calle. Nos gustaba pasear, ir al parque para descubrir mundo, ya fuera verano, primavera, otoño o invierno, aunque ella prefería la última estación del año. Los días son ahora transparentes profería y puedes atrapar el frío con tus manos. ¡Mira, aquí lo tengo! gritaba entre risas mientras abría lentamente la palma de su mano. Y efectivamente, allí, grabado sobre la línea de la vida estaba el frío: una raya azul que atravesaba su mano hasta perderse por el hueco de la manga del abrigo. Yo naturalmente intentaba hacer lo mismo pero no conseguí nunca apoderarme del frío. Eso se consigue con los años, decía, y tienes mucho tiempo para aprender. Luego, un día, cuando seas mayor, sabrás que puedes retener la vida en tus manos y más tarde también la muerte.

     A veces, las palabras de mi abuela entraban directamente en mi corazón, pero otras se escapaban con el viento. No te oigo abuela, gritaba entonces, ¡no entiendo lo que me estas diciendo! ¿Por qué masticas las palabras, por qué susurras las frases? Es mi manera de ponerte a prueba, respondía, de saber si me atiendes o si por lo contrario te has dejado engatusar por las musarañas. A mí, lo de las musarañas, me hacía mucha gracia y uno de nuestros juegos favoritos era buscar en las paredes, detrás de los muebles, en los armarios, e incluso entre las flores, unos bichos que concebíamos deformes, con cuerpo grande y patas pequeñas, que de cuando en cuando llenaban mi sesera.   No hay musarañas en tu habitación y tampoco en el parque ¿y sabes por qué? Porque están todas metidas en tu cabeza. Eso es lo que decía mi abuela. 

     A medida que pasaban los años su presencia se hizo imprescindible en mi vida hasta tal punto que era capaz de absorber toda mi atención. Así descubrí que su ser era como un espejismo. A veces parecía transparente, como si realmente no existiera, mientras que otras se convertía en un ser sólido y real.

     Supongo que esto se debía a su peculiar forma de desplazarse por la casa ya que en vez de andar, con los pies pisando fuerte el suelo levitaba  de un lugar a otro. Resultaba divertido porque estaba siempre en movimiento atareada con algo aparentemente innecesario. Le gustaba, por ejemplo, mover los objetos de un lado a otro, especialmente las pequeñas urnas de cristal que mamá se empeñaba en coleccionar. Decía que a la vida hay que darla imaginación y fantasía. Por eso hablaba en voz alta con las flores, cantaba al viento o recogía en sus manos las gotas de lluvia para acercarlas con suavidad a la tierra. 

     Yo era consciente de que para un desconocido mi abuela parecía una vieja loca,  pero estaba cuerda. Aún así me preguntaba si valía la pena seguir confiando en ella o si por lo contrario debía cambiar de rumbo y emprender el camino en solitario. Un día, mientras estaba meditando sobre el asunto, recordé que de niña me había cantado nanas para hacerme olvidar los temores de la oscuridad  y decidía que ahora me tocaba a mí enseñarle todas las melodías de moda. Canciones que ella no entendía pero que tarareaba a la perfección, siguiendo con su cuerpo voluminoso el ritmo de la música. De esa forma aprendió a bailar el "twist", "la yenka", el "rock and roll" y todos los bailes que formaban parte de mi joven vida. Y ella, a pesar de la edad me seguía sin el menor tropiezo. ¿Eran setenta, ochenta o noventa años? No recuerdo, pero eran muchos años. Su pelo canoso y su cara marcada por el tiempo daban fe de ello.

     Mi abuela era vieja y a lo largo de su vida había acumulado una gran sabiduría que intentaba transmitir. Cuando te mires al espejo, dijo un día, no busques tu cara, sumérgete en tus ojos y descubre tu existencia. Porque ahí, en lo más profundo de la pupila, en el color del iris y en el brillo de tu mirada están escritos tus recuerdos. Por eso mi abuela tenía una mirada brillante que solamente se apagó el día que decidió que ya era hora de dejarme caminar en solitario. Ya no me necesitas, repetía con dulzura, ya no me necesitas. No quise entender lo que estaba escuchando por temor a perderla para siempre y luego el tiempo me ha enseñado que fueron siempre sus palabras y su murmullo casi imperceptible los que llenaban mi existencia. Amor se escribe con mayúsculas, me susurraba al oído, pero también con pequeñas letras.

     Nos abrazamos durante un largo rato y aunque fue hace muchos años todavía puedo sentir su calor. Sus brazos estaban siempre dispuestos a llenarme de alegría y también a protegerme de mi ignorancia, penas y temores. Por eso, cuando reía o lloraba, lo hacía con ella y cuando me dolía el corazón buscaba refugio en el suyo compartiendo así la invasión de la tristeza. Porque a mi, al igual que a mi abuela, me invadía y me sigue invadiendo la tristeza. Ella lo explicaba como el estallido de todos los sentimientos acumulados que no hemos podido expresar. Y de alguna forma, decía, tienen que salir. Por eso nos invade la tristeza. Me lo decía llorando, desconsolada, porque sabía que ya no quedaba tiempo para enseñarme el secreto de la vida.

    Desde luego era grande, muy grande. Inmensa. Era mi abuela. Murió huyendo de  la guerra, treinta  años antes de que yo naciera.


 


 

 

lunes, 28 de febrero de 2022

FRÁGIL COMO EL CRISTAL - HORA DE VOLAR

   

   HORA DE VOLAR 



La noticia de una nueva guerra entra como un huracán en mi vida y moviliza mi memoria sin darme cuenta. Mi subconsciente hurga en lo más profundo de mis recuerdos para reavivar la llama de la lucha por la paz y es entonces cuando de pronto recuerdo algo que no tiene sentido y que desde luego no guarda relación alguna con lo que está ocurriendo en el mundo.

     1970. Acababa de estrenar la adolescencia y a pesar de mi juventud, mamá que siempre fue una adelantada, no solo de su tiempo, sino de todos los tiempos, decidió que ya era hora de aprender a volar. Tocaba bachillerato y la mejor opción era estudiar en el extranjero, primero Inglaterra y luego Alemania, para así aprender bien los dos idiomas. Eso era lo que decía mamá. También papá, aunque creo recordar que se mostraba algo más reticente a soltar a una niña todavía a sus ojos, al gran mundo.

    Y puedo decir gran mundo porque en aquellos años el mundo era todavía grande. Para hablar por teléfono necesitábamos monedas, para saber la ubicación de una tienda o cafetería, había que preguntar; acercarse a una persona, a ser posible un portero que conocía bien el barrio, y hablar con él educadamente, utilizar la voz y pronunciar palabras. Si llegábamos tarde a un sitio no podíamos avisar y las distancias que ahora son tan cortas, eran lo que eran, distancias.

     ¿Móvil? ¿Internet? ¿WhatsApp? ¿Chat? ¿Online? ¿Conectarse con? Palabras que todavía no se habían inventado y que yo, por no decir mis padres, jamás imaginaría que llegarían a mi vocabulario. La compra de un billete de avión era presencial, el propio billete de papel, el asiento del vuelo incluido en el precio, así como la comida o el tentempié que se ofrecía en el camino. Luego en Londres busca el horario de autobuses, compra el billete para la estación de tren y una vez ahí vuelta a empezar para llegar a la ciudad de destino. Brighton en este caso. Yo tenía 14 años, pero mamá consideró que estaba más que preparada para enfrentarme a todos estos retos prácticos de la vida. En un país desconocido, sin familia y amigos.

     Y mamá tenía razón. Casi siempre lo tenía. Llegué a mi destino sin perderme y me instalé con toda comodidad en la casa de la familia Hunniset. Ella bajita y redonda, ama de casa sin aspiraciones profesionales y buena mujer. Él, alto y delgado, profesor de la universidad politécnica con el que aprendí más y mejor inglés que la mayoría. Ellos, la hija de 10 años, con la que veía la televisión, y el hijo, de 16, que muy de vez en cuando se dignaba a sacarme de paseo para enseñarme la auténtica vida de los jóvenes ingleses. Porque en mi colegio éramos todos extranjeros y ahí, la relación con los nativos, salvo el profesorado, era muy escaso.

     Y llegó el gran día. Esta noche hay un concierto, me dijo el hijo de 16 años, si quieres puedes venir. Es gratis. El movimiento hippie no se había abierto paso en la España franquista, pero a pesar de ello sabía que su lema era hacer el amor y no la guerra, que los conciertos con la música en favor de la paz como Woodstock y el de la Isla de Wight eran multitudinarios y que en el ambiente siempre se respiraba un dulce aroma a marihuana.

     No lo dudé un momento. ¡Claro que iría!

     Luego supe que fue su padre el que le había obligado a llevarme porque él había quedado con sus amigos y no tenía ningún interés en hacer de niñero de una joven pueblerina llegada de España. Le dije que no se preocupara, que yo me las apañaría sola, que él a su rollo y que yo jamás contaría nada a sus padres.

     Así llegamos al lugar del concierto, un edificio enorme en la zona universitaria. Seguimos a la corriente de jóvenes que entraba por la puerta principal y subía por las escaleras hasta la buhardilla. Una sala inmensa, en penumbra, llena de jóvenes literalmente tirados en el suelo, fumando canutos que iban de boca en boca y bebiendo cerveza. El hijo encontró a sus amigos y yo me senté algo alejada de todos disfrutando de mi momento. ¡Si mi madre me viera!

     No tenía ni idea de quien iba a cantar ni cuanto duraría el concierto, pero eso eran solo pequeños detalles. Lo importante es que ahí estaba yo, llegada de una dictadura, en medio de ese movimiento que tanto asustaba a los mayores dispuesta a devorar con todo mi ser los detalles de lo que estaba pasando.

     Y entonces entró él. Un joven flacucho, ni alto ni bajo, con media melena algo ondulada. Vestía vaqueros, una camiseta, zapatillas deportivas y su guitarra colgada al pecho. Se acercó a la silla colocada en el centro de la sala y se sentó. La ovación era ensordecedora, pero de la misma forma que había comenzado de la nada se murió de pronto en un silencio sepulcral. Tocó unos acordes y con ellos comenzó mi camino a un mundo lleno de sentidos y sentimientos.

     1970. Una buhardilla. Un Concierto. Cerveza. Marihuana. Un cantante. Y yo, 14 años. Un recuerdo que me llega con la noticia del estallido de una guerra. ¿Por qué?

     Ese fue mi primer encuentro con Donovan. Cantó Soldado Universal, según muchos la mejor canción en contra de la guerra que se ha escrito jamás. Firma la canción la música canadiense Buffy Sainte-Marie.