jueves, 16 de marzo de 2023

CUENTOS - DIOS EXISTE Y VIVE EN JERUSALEN


 DIOS EXISTE Y VIVE EN JERUSALEN




   Los guardias vinieron a buscarle a las ocho en punto, con tiempo más que suficiente para llegar al Palacio de Justicia.  
   Samuel les estaba esperando cuando llegaron a su celda y con disciplina sacó los brazos por el agujero de los barrotes para que le esposaran. No le gustaba causar problemas y  conocía a sus carceleros por los que sentía aprecio. Aún así no cruzaron palabra porque entre ellos no había nada que comentar, aunque los dos mostraron cara de sorpresa ante su vestimenta. Samuel había cambiado sus pantalones llenos de agujeros y lamparones por un traje negro ya que David , su abogado, había insistido en que la imagen ante el juez era de gran relevancia.
 La verdad es que a Samuel le importaba un bledo este juicio y también sus consecuencias. No se sentía culpable  porque no había hecho daño a nadie. Pero ¿cómo hacer comprender a la gente que solo buscaba el bien? El juez se limitaría a analizar los hechos al igual que el fiscal, y su abogado defensor, un joven novato que nunca había pisado un juzgado, no sabría ni por donde empezar. Su única recomendación desde el momento del encarcelamiento había sido decir la verdad y mostrarse limpio y aseado ante el juez, para “que no te tomen por un pordiosero”, o lo que sería más grave, “por un agitador callejero”.
   Samuel salió de la celda con resignación y recordó  el día de la detención. Pasó mucha vergüenza ante los vecinos. La policía le trató como a un  criminal, empujándole contra el muro de la casa, cacheando todo su cuerpo para finalmente esposarle y llevarle arrastras a comisaría sin darle tiempo de entrar en casa para regar sus flores. A estas alturas seguramente estarían muertas porque ya no creía en sus amigos ni en sus vecinos. A raíz de su detención todos le dieron la espalda, incluso su hermano que después de conocer su delito le insultó primero negándole luego cualquier tipo de apoyo o ayuda.
   Samuel recordó la historia de su detención durante el camino al Palacio de Justicia. De aquello hacía ya seis meses, casi una vida entera porque en la cárcel los días parecían eternos. Aún así, su estancia en el penal no había sido mala. Los demás reos, lejos de meterse con él y de intentar someterle a todo tipo de vejaciones, que era lo habitual, huían ante su presencia. A Samuel le daba la impresión de que le tenían miedo. ¡Que tontería! ¡Miedo a un cartero de tres al cuarto! Claro que su acusación era muy grave porque no guardaba relación con la vida real. 
   En la sala número diez del Palacio de Justicia, le esperaba David quien nada más verle dio su aprobación a la vestimenta. Así pareces alguien, dijo, no un pordiosero o lo que es peor, un agitador callejero. Luego, no paró en darle consejos. Di siempre la verdad, sé sincero – eso es importante – y no mires nunca al fiscal directamente a los ojos. Si tienes alguna duda, pregunta, no importa, el juez, que es un buen hombre lo entenderá.
   Los asistentes al juicio se pusieron de pié al entrar el juez y la vista comenzó de inmediato. Samuel escuchó con la cabeza agachada la acusación y la pregunta de cómo se iba a declarar, inocente o culpable.
   Todo había comenzado poco antes de navidad de hacía unos dos años. El y sus compañeros estaban distribuyendo por zonas las cartas en sus puestos de trabajo cuando en sus manos cayó una que iba dirigida a Dios Todopoderoso que vive en Jerusalén .  A Samuel le hizo gracia y lo comentó con sus compañeros. Fijaos – dijo – tengo una carta para Dios que vive en Jerusalén. Todos le rieron la gracia sin hacerle demasiado caso porque pensaban que Samuel era una persona algo extraña. Y él como no sabía que hacer con la carta se acerco a su jefe. ¿Qué hago con esta carta que va dirigida a Dios? Haz lo que quieras, fue la respuesta de su jefe, que andaba liado con grandes paquetes.
   A Samuel le dio apuro tirar una carta tan importante así que la guardó en su bolsillo y continuó con su trabajo. No se acordó de ella hasta la noche, cuando estaba cenando viendo la televisión, un aburrido concurso en el que los participantes tenían que superar una serie de pruebas absurdas.  Buscó en el bolsillo de su pantalón y encontró el sobre. El sello era de Bélgica y la letra bastante infantil. En el reverso venía la dirección completa y el nombre de la remitente, Patricia. Sin dudarlo abrió la carta y la leyó. 
   “Querido Dios, tengo miedo, miedo de que no existas. Me llamo Patricia y tengo 12 años, soy judía y mi mejor amiga es de Marruecos. Sé lo que ocurre entre Israel y Palestina, lo veo en la televisión, y se que los judíos odian a los musulmanes y al revés. Pero yo no puedo odiar a Nadira, todo lo contrario, la quiero. Si tu existes Dios, haz que las personas no seamos así. Te escribo a Jerusalén porque se que esa es tu tierra. Te mando un beso. Hasta siempre”.
   A Samuel la carta le llegó al alma y sin dudarlo un momento se sentó con un folio en blanco sobre la mesa y redactó una respuesta que a él le parecía coherente. El idioma hubiera sido un inconveniente pero Samuel, hombre inculto según sus familiares y conocidos, dominaba varias lenguas. Era su  secreto ya que una de sus pasiones había sido  siempre la lectura y como las traducciones dejan mucho que desear, según su opinión,  se había esforzado en aprender varios idiomas.  Metió el folio en un sobre con el nombre y la dirección de Patricia y como remitente puso Dios, que vive en Jerusalén.  Al día siguiente echó la carta al buzón y se quedó tranquilo.
   Samuel, sumido en sus recuerdos, despertó del codazo que le propinó David. Se declaró inocente ¿pero como hacer comprender al mundo entero que ese mismo mundo necesita respuestas? ¡Necesita creer y tener esperanzas!
  A la primera carta le siguieron otras. Primero todas eran de Bélgica. Se trataba sin duda de amigos y conocidos de Patricia, aunque el contenido  no lo especificaba, pero luego el círculo se fue creciendo y creciendo. Al cabo de dos años, Samuel recibía cartas de todo el mundo, al ritmo de unas cien por semana. El hacía lo imposible por responder a todas aunque a veces las peticiones y preguntas eran un tanto absurdas, como por ejemplo una sellada en Dinamarca que decía: “Dios, tu que existes, haz que M me quiera, y que me ame más que a J pero que sea rápido, o Dios, haz que sea la próxima semana”. 
 También había recibido múltiples invitaciones para “bajarse de la cruz” y mudarse a un lugar más tranquilo que Israel. Hawai, por ejemplo, o Cabo Verde, e incluso a Laponia, junto a Papá Noel. Cartas con solicitudes y sugerencias tal vez estúpidas pero que para Samuel significaban que ahí fuera, en el mundo, hay mucha gente que necesita creer en Dios. Así que respondía a todas las cartas robándose a sí mismo horas de sueño y descanso.
  Claro que tanta carta dirigida a Dios comenzó a levantar sospechas y el jefe de Samuel, después de un par de semanas de investigaciones descubrió lo que estaba sucediendo y puso el caso en manos de la policía. La detención de Samuel fue inmediata y el inspector jefe resolvió el asunto ante los medios de comunicación con una breve nota que informaba sobre la detención de un cartero loco que se hacía pasar por Dios, pensando que de esta forma el asunto pasaría inadvertido.
   Pero el juicio contra Samuel despertó gran revuelo entre la prensa internacional acreditada en la ciudad. Todos los periodistas vieron en la historia del cartero una auténtica joya, una noticia refrescante con la que podían huir de su aburrido trabajo cotidiano que los más veteranos describían como una simple ecuación matemática ya que la mayoría de los días se trataba de contar los enfrentamientos entre judíos y palestinos y sus consecuencias. Muchos  de los corresponsales extranjeros, sobre todo aquellos que llevaban años en la zona, pensaba que la situación de Oriente Próximo había perdido interés.
   Por eso la sala se llenaba todos los días con representantes de la prensa internacional ante el asombro del juez,  fiscal, abogado defensor y también del propio acusado. Los periodistas seguían con todo lujo de detalle la vista para luego enviar a sus correspondientes medios titulares espectaculares , artículos y crónicas en los que describían minuciosamente no solo lo que ocurría en la sala, sino también la vida del reo. 
   Claro que no había mucho que contar por lo que  todos inventaron su propia historia convirtiendo a Samuel en un hombre casado con cinco hijos o en un viudo desesperado tras la muerte de su mujer, e incluso en un hombre lleno de bondad que debería ser considerado como santo. Escribieron el guión de su vida pero sin alejarse de los hechos: un hombre estaba siendo juzgado por haber contestado a cartas en nombre de Dios.
  “La existencia de dios puesta en tela de juicio”;  “La divina bondad de un ser humano”;  “El juicio contra dios” o “Dios existe, ¿será verdad?”,  fueron algunos de los titulares que dieron la vuelta al mundo y que asombraron a los lectores de los diferentes continentes.
   Samuel se convirtió así en una persona  famosa y raros eran los días en los que no recibía la solicitud de algún periodista para una entrevista. Sin embargo su abogado le había desaconsejado – luego, decía, escriben lo que quieren – y el fiscal había solicitado la orden del juez para que las entrevistas le fueran prohibidas. 
   Esto último llegó también a oídos de la prensa y el escándalo fue inmediato. De nuevo aparecieron titulares en los periódicos de todo el mundo asegurando que en la tierra de Dios “la censura es permanente y constante” y “la libertad de expresión, de creencias e incluso de actuaciones” no existe, es más es perseguida por la ley. Algún periodista se atrevió a añadir  que “no sólo la ley persigue estos hechos, sino también los grupos extremistas y los gobiernos, ya que ambos bandos se ocupan de que las personas en este lugar de la tierra, cuna de las grandes creencias,  no puedan disfrutar de las mismas".
   Llegó el último día del juicio. La sala estaba abarrotada de periodistas con sus grabadoras a mano y su teléfono móvil a punto para informar sobre el veredicto. Estaba la prensa escrita, pero también la radio y la televisión y todos querían ser los primeros en informar  sobre el veredicto del “juicio del siglo”.  Había incluso mucho público esperando en las afueras del Palacio de Justicia  para mostrar su solidaridad con Samuel.
  Pasaban diez minutos de las diez y un ligero nerviosismo invadió la sala ante la demora del juez. Los periodistas no paraban en hacer llamadas y especulaban con el veredicto que seguramente tenía que ver con el retraso del inicio de la vista.  Todos, sin excepción, estaban a favor de la absolución o no culpabilidad, pero estaban casi seguros de que Samuel iba a ser condenado a al menos diez años de cárcel. 
   Samuel esperaba con resignación la llegada del juez y aprovechaba el tiempo para curiosear entre el público. Ya todo le daba igual, incluso su propia vida, y aunque no le hacía gracia la idea de la cárcel se consolaba con que allí le darían comida y techo gratis. Ahora no le quedaba nada. Su trabajo estaba perdido y su casa con sus pertenencias habían sido subastadas por su hermano para poder pagar al abogado.
   El juez entró con una expresión más seria de lo habitual y se sentó dando un buen martillazo en la mesa para poner orden en la sala. Pero era difícil hacer callar a tanto público que esperaba con ansiedad el veredicto. Por eso no tardó en sacar sus papeles para comenzar la lectura. Ordenó al acusado a ponerse en pié y le miró fijamente a los ojos. Al igual que al inicio del juicio le preguntó a Samuel si entendía la acusación y si estaba al tanto de la gravedad del asunto. Samuel asintió con la cabeza.
  El juez suspiró profundamente y se restregó la mandíbula. Los periodistas interpretaron ese gesto como un sentimiento de resignación del propio juez e intuyeron que este pobre hombre, pequeño y encorvado, de pelo y barbas blancas con una vida ya vivida, estaba  obligado a condenar a un hombre sin estar realmente convencido de la existencia del delito. Esta interpretación de los periodistas se vio incrementada cuando el juez miró al techo de la sala como si estuviera esperando un milagro. Pero los milagros.......
   La puerta de la sala se abrió de golpe con un gran estruendo los periodistas miraron inmediatamente hacia la entrada. Diez, o tal vez doce o catorce carteros entraron en la sala cargados de sacas llenas de cartas. El primero de ellos se disculpó y aseguró que actuaban por orden del jefe de correos. Dejaron las sacas en medio de la sala y se marcharon antes de que el juez tuviera tiempo de responder o hacer preguntas. La sala había quedado en silencio y al cabo de unos segundos se escucho la voz del juez preguntando "¿pero qué es esto?"
  La sala estaba llena de informadores y curiosos a la espera  de una sentencia, la sentencia estaba encima de la mesa y el juez dispuesto a leerla. Pero de pronto se levantó de la silla y se acercó a las sacas. Todas estaban llenas de cartas. Sacó una, con sello de Arabia Saudí, otra con sello de Israel, otra con sello de Uganda, otra con sello de Japón, otra de Francia, Inglaterra, Canadá, Islandia, Groenlandia, Rusia, China, Vietman, Corea del Sur, Islas Seychelles, Venzuela, y así sucesivamente. Cartas de todo el mundo, de todos los países y continentes. Cartas en todos los idiomas y escrituras pero con un solo lema: Dios existe y vive en Jerusalén. 

domingo, 12 de marzo de 2023

FRAGIL COMO EL CRISTAL - RECUERDOS DE CRISTAL


RECUERDOS DE CRISTAL



    Mamá coleccionaba recipientes, pequeños envases de cristal vacíos. Recuerdo que nuestra casa estaba llena de botes de todos los colores; en las habitaciones, en los armarios, en los estantes de la biblioteca, en la repisa de la chimenea; en fin, en cualquier rincón, por muy escondido que estuviera, había cristales de diferentes tamaños y formas. Eran pequeños y grandes, redondos y ovalados y teñidos de la amplia gama de luces que da el arco iris.
   Nosotros nos reíamos mucho de esa manía suya de guardar algo que no sirve para nada. Los demás, sus amigos y conocidos, quedaban admirados ante su rareza, que según decían era un signo de infinita sabiduría y también ¿por qué no? de una originalidad casi sin precedentes.
   Eramos aún pequeños cuando descubrimos que su manía había traspasado la barrera de nuestra propia intimidad para instalarse, sin rubor alguno, en los dormitorios. Allí, en el fondo de los armarios, en el hueco que uno nunca ve (probablemente porque no existe) pero que en nuestros juegos infantiles resultaba el escondite perfecto, estaban los misteriosos e intocables cristales de mamá. Tanto  mí cristal como los de mis hermanos eran transparentes y muy grandes, prácticamente de nuestro mismo tamaño.
   Mi hermano el mayor fue el primero en darse cuenta. Os voy a contar un secreto nos dijo un día a mi hermana y a mí.  "En mi armario hay uno de esos cristales vacíos que colecciona mamá, uno muy grande y transparente". Inmediatamente corrimos hacia su habitación para asegurarnos de que lo que decía era verdad. ¡Sí, ahí estaba!, justo donde él había dicho. Y si él tenía uno grande y transparente, nosotras, las niñas también. Y ese gran hallazgo se convirtió desde  entonces en nuestro gran secreto que, con el paso del tiempo, ha logrado unirnos mucho más allá de la sangre.
   Los cristales de mamá eran un misterio para nosotros, como casi todo lo que ella representaba. Sabíamos que su colección era sagrada y que nos estaba absolutamente prohibido jugar con ella. Aún así, guiados por el secreto compartido, nos introducíamos de vez en cuando en los armarios para acariciar esos objetos fríos y transparentes cuya presencia era inexplicable. Y a pesar de la prohibición no había ningún remordimiento entorno a nuestras reuniones clandestinas porque era solo un juego y un enigma entre hermanos.
   Mamá sacaba de vez en cuando de algún armario una urna de color y la colocaba sobre la mesa del comedor. Una mesa redonda, que ampliándola se hacía ovalada, pero nunca cuadrada o rectangular. Las formas redondas, el círculo, nos decía, une a las personas, mientras que las esquinas rompen esa unidad. Luego, con la urna sobre la mesa nos hacía llamar a todos; algo grande iba a suceder, bueno o malo, no importaba, porque siempre era algo grande.
   Recuerdo casi todas las reuniones convocadas por mamá y en especial la primera a la que asistí porque ese día descubrí la importancia de la verdad. El color elegido era el verde pálido. Alguien, nos dijo  con suavidad, ha hecho un gran agujero en el sofá. Un agujero redondo, perfecto, pero un agujero. Y este cristal, con su color, es el cristal de la verdad. Sólo os pido eso, la verdad.
   Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que la colección se iba ampliando. Cuando poco a poco fuimos descubriendo que los cristales de mamá aumentaban en número comenzamos a investigar. La llegada de una nueva coincidía siempre con algún acontecimiento en su vida por lo que en un principio no le dimos mayor importancia. Se trataba, sin duda, de un regalo. Pero un día quedamos más que confundidos. Mamá llegó a casa con una urna negra que colocó sobre la mesa. Miramos atónitos ese objeto con color de noche. El abuelo ha muerto, dijo con tristeza. El negro de este cristal simboliza la muerte y aquí, en esta urna, os pido que guardéis en su momento las cenizas de mi cuerpo con las de papá. Así los dos estaremos juntos en nuestro  siguiente paso de la vida y en la eternidad.
  Entonces no alcanzamos a entender sus palabras, pero vimos que el cristal con color de noche quedó instalado en la biblioteca, al lado de la biblia, junto a la ventana, donde el sol se insinuaba al amanecer.
   Mamá coleccionaba frascos, pequeñas urnas de cristal vacías que en más de una ocasión fueron objeto de nuestras burlas.
   "Mamá, eres  incorregible - decíamos entre risas al tiempo que correteábamos a su alrededor. Estos pequeños frascos tuyos no sirven para nada. Son tan solo el dulce hogar de la suciedad que tantos odias. ¡Si al menos estuvieran llenos de algo!"
   "Con el tiempo vais a descubrir - contestaba con paciencia - que todo no es lo que parece. Como sabéis, la vida es algo que no se puede  ver y el misterio de su  existencia radica precisamente en su invisibilidad".
   Mamá era a veces una extraña para nosotros, pero gracias a sus cristales comenzamos a abrir los ojos. Fue nuevamente el mayor quien nos alerto asegurando que su cristal seguía igual de grande que él. ¡Y él había crecido!
    "¡Ya estamos de nuevo  - dijo un día asustado - os dais cuenta! Este frasco mide lo mismo que yo. Sigue transparente y ¡ha crecido! ya casi no cabe en el armario".
   Acostumbrados a ver esos objetos misteriosos no nos habíamos dado cuenta de su tamaño real. Asustados fuimos corriendo hacia la cocina.
   "Mamá, mamá tus urnas están vivas" - íbamos gritando por el pasillo con rumbo a la cocina donde mamá estaba atareada con la comida de navidad. La recuerdo envuelta en un delantal de volantes blanco y rojo.
   "Pero que es ese alboroto - decía - Papá Noel  no viene hasta mañana".
   "Mamá, tus frascos crecen, están vivos como nosotros" - replicó el mayor.
   "Pues claro que crecen. Como todo lo que vale la pena en esta vida se harán grandes y firmes."
   "Pero mamá - insistía el mayor - la urna tuya que tengo en mi armario mide lo mismo que yo"
   "¿Que urna? ¿De qué estás hablando? En tu armario no hay nada excepto ropa"
   "Que sí mamá, ven y lo verás" - dijimos los tres al mismo tiempo.
   Con un suspiro dejó lo que tenía entre manos y nos acompañó a la habitación. Sin pensarlo abrió el armario.
   "Aquí no hay nada - decía - no hay nada salvo un gran desorden".
   Y efectivamente, en el armario de mi hermano no había nada.
   Mamá volvió a la cocina y nosotros aprovechamos el silencio para celebrar, esta vez en mi armario, una de nuestras reuniones clandestinas. Allí estaba mi cristal, tan alto como yo. Fuimos luego al armario de mi hermana. Su urna también estaba. La acariciamos, la mimamos, como si fuera la última vez. Temerosos nos dirijimos luego a la habitación del mayor. Teníamos miedo así que nos quedamos durante unos minutos mirando las puertas del armario. Finalmente mi hermano empezó a abrirlas, muy despacio. Sobre los estantes estaban sus jerseys, las camisas y los pantalones colgados, y  .... ¡su cristal seguía allí!
   Esa fue la última vez que hablamos del tema con el mayor. Al día siguiente, cuando celebrábamos la llegada de Papá Noel, su mirada había cambiado. Se había disfrazado con la barba, el traje rojo y las botas de rigor, entrando por la puerta grande con los regalos metidos en un gran saco. Reía con voz ya casi de hombre al tiempo que preguntaba por los niños buenos. Mamá y papá disfrutaban de la escena porque sabían que esa era nuestra forma peculiar de hacer teatro y también de recordar con ilusión los años de nuestra infancia.
   A partir de ese 24 de Diciembre todo parecía igual pero nuestras vidas habían cambiado. El mayor ya no participaba en las reuniones de la mesa redonda, ni siquiera el día de verde esmeralda.
   Mamá había estado enferma, muy enferma, a un paso de la muerte. Los médicos no nos habían dado esperanzas, no apostaban por ella. Nadie lo hizo, salvo ella misma. Y el primer día que se levantó de la cama sacó un cristal verde esmeralda y lo puso sobre la mesa.
   "El verde esmeralda - nos decía con la mirada fija sobre la mesa - es el color de la esperanza. No lo olvidéis nunca hijas,  porque la esperanza es lo último que uno debe perder". 
   Habían pasado ya dos o tres años desde la navidad del gran descubrimiento y yo me había convertido en una adolescente. Las palabras de mamá pronunciadas entorno a la mesa redonda ya no eran mágicas. Sus llamadas, que cada día se hacían más frecuentes, se habían transformado en reuniones deseadas y esperadas por mí. Porque había algo en sus urnas de colores que me atraía y casi hipnotizaba.
   De esas forma, un día, guiada por mi instinto, descubrí que esos pequeños botes de cristal no estaban vacíos. El primer hallazgo fue en un frasco blanco colocado al lado del tocadiscos. El blanco era, según mamá, el color del deseo, sentimientos contradictorios llenos de imágenes borrosas. Y esos deseos los vi  sumergidos  ese  pequeño frasco blanco apiñados en un espacio tan reducido que seguramente anhelaban salir con toda urgencia.     
   Aquel día inundé la casa de música y acompañada de mis discos, seguí mirando en el interior de las urnas de mamá descubriendo todo aquello que yo misma llevaba en mi interior.
   Ella coleccionaba frascos, pequeñas urnas de cristal que nunca estuvieron vacías. Lo comprendí de pronto cuando abrí la puerta de mi armario y vi que mi cristal, el que siempre había sido transparente y medía lo mismo que yo, se había teñido de todos los colores del arco iris. Y en su interior, antaño vacío, se acumulaba ahora mi propia existencia y todo aquello que mamá nos había enseñado. Fue un descubrimiento que duró sólo un instante y mi cristal se desintegró en el tiempo y en el espacio.
   A partir de aquel día dejé de acudir a las reuniones de la mesa redonda y tampoco volví a hablar sobre las urnas de mamá con mis hermanos.
   Pasaron los años y nuestro secreto parecía haberse ahogado en nuestras memorias. Pero unas navidades, siendo ya adultos, con parejas e hijos,  recordamos la misteriosa manía de mamá. Ella estaba como siempre por aquellas fechas atareada en la cocina con la comida de Nochebuena, envuelta en su delantal rojo y blanco. Nuestros hijos y parejas ayudaban a papá con el árbol de navidad.  Aprovechamos el silencio para celebrar, como habíamos hecho antaño, una de nuestras reuniones clandestinas. Guiados por el recuerdo nos acercamos al armario de mi hermano, luego al mío y al de mi hermana. Cuatro armarios vacíos pero con cuatro urnas de cristal, igual de grandes que nosotros y teñidos de todos los colores del arco iris.

E.N. 
 




  


lunes, 6 de marzo de 2023

FRAGIL COMO EL CRISTAL - EL SILENCIO DE LA MUERTE

 

EL SILENCIO DE LA MUERTE

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   El cementerio estaba desierto. Nadie visitaba a los muertos a esa hora  de la noche. Nadie, excepto la amiga de la joven inquilina del nicho número 318.

   Una amiga que apresuraba los pasos, no por temor -  en ese lugar ya no había nada que temer -  sino porque un ligero escalofrío recorrió su cuerpo. Tenía la sensación de estar en medio de la nada; suspendida en el vacío, en un lugar que es ningún sitio. La nieve crujía bajo sus pisadas; una nieve dura, a punto  de convertirse en hielo.

   El reloj de la iglesia daba las cuatro, de la misma forma que había dado las cuatro diez años antes cuando las dos amigas, cogidas del brazo habían recorrido el mismo sendero en busca de la inmortalidad.

   Aquella noche habían salido con los pocos amigos que quedaban en el pueblo y con los que al igual que ellas, habían regresado a casa para celebrar la navidad. Había sido un reencuentro divertido después de unos meses duros en la universidad. Iban de un bar al segundo y de vuelta al primero contando confidencias y secretos que desde hacía tiempo ya andaban en boca de todos porque en un pueblo tan pequeño y entre amigos de toda la vida,  no hay secretos. Incluso conocían las historias de aquellos que se habían marchado para siempre huyendo de una tierra fría e inhóspita; de un pueblo sin futuro donde la gente si no se moría de aburrimiento, se moría de viejo.  Y esos viejos que conocían a las amigas desde  su nacimiento decían de ellas que eran como almas gemelas, que la una no sabía andar sin la otra. ¡Que siempre estaban juntas! Por eso, cuando faltaba un cuarto de hora para las cuatro abandonaron cogidas del brazo el viejo bar de Pepe, dispuestas - esas fueron sus últimas palabras en la puerta -  "a lograr la mayor hazaña de sus vidas".

- ¿Cuántos años tienes?

- Yo 18 ¿y tú?

- Voy a cumplir 19.

- ¡Será posible! ¿Tantos años? ¡Somos viejas!

   Habían salido del  bar sin saber muy bien hacia donde ir. En un pueblo tan pequeño  no había mucho donde elegir.

- ¿A donde vamos?

- No sé, dejemos que sea el destino el que nos guíe.

- ¡Tú y yo y el destino! La pareja se convierte en trío. ¡Nadie se lo va a creer!

- ¡Qué más da! Lo único que importa es nuestra amistad.

- ¿Recuerdas? Íbamos a comernos el mundo.

- Luego, ya ves, hemos aprendido a digerir con dignidad las amarguras. 

- Por eso, cuando Jesús te dejó, yo estaba a tu lado.

- Y yo al tuyo cuando Pablo te engañó.

- Fue entonces cuando decidimos vivir de verdad, ¿recuerdas? Divertirnos sin atar nuestros sentimientos a nadie, solo tú y yo.

- Aún así te enamoraste de José.

- Y tú de ese chico extranjero.

- Y tú de Luis.

- Y tú de Andrés.

   Las dos amigas se reían abiertamente al tiempo que intentaban secarse las lágrimas de la risa con un pañuelo ya mojado.

   El destino, que había guiado sus pasos durante los últimos diez minutos, las había dejado frente a la iglesia.

- Y ¿tu crees que algún día entraremos aquí vestidas de blanco?

- Supongo que sí. Todo llega con el tiempo aunque estoy segura de que en nuestro caso tardará en llegar.

   Reanudaron su camino en silencio, rumbo a ninguna parte.

- Este año la facultad se presenta dura.

- Está difícil y hemos aprobado por los pelos.

- Menos mal, porque si no, a estas horas no estaríamos aquí.

   Miraron a su alrededor. 

- No, aquí desde luego que no. ¿Te das cuenta de donde estamos?

- Dios mío, pero ¡si es el cementerio!

   El reloj de la iglesia daba las cuatro con un sonido ensordecedor  que retumbaban en el frío de la noche. Las amigas estaban en uno de los largos pasillos del cementerio y no sabían hacia dónde ir. Quedaron paralizadas, como si la muerte se hubiera apoderado de ellas. La sensación duró sólo un instante pero logró cambiar el rostro de las dos.

- Creo que este es un buen lugar para hacer promesas. A la muerte no la puedes engañar.

- Y que es lo que quieres prometer.

- Quiero que me prometas que somos inmortales, dijo entre sollozos.

- Pero que te pasa ¿Por qué lloras?

- Prométemelo. Prométeme que somos inmortales. Yo también  te lo prometo.

- Te lo prometo. Tu y yo, nuestra amistad, no moriremos jamás.

- ¿Sabes que nadie me ama?, continuó diciendo al tiempo que las lágrimas corrían por su mejilla.

- ¡Claro que lo sé! Pero no te preocupes porque ya tendrás tiempo de aburrirte de tanto amor. 

- ¡Pero yo no quiero morir virgen!

- ¡Estás loca! ¿Por qué hablas de la muerte?

- Supongo que es el lugar, estamos rodeados de difuntos.

   Ya no podía contenerse la risa. Sus lágrimas y llanto fingidos se convirtieron en una inmensa carcajada.

- ¡Eres una bruja!

   Fue así como estalló la guerra de las nieves que duró hasta que ambas cayeron exhaustas sobre un banquillo.

   No se habían dado cuenta de que estaba nevando y de que los pequeños copos blancos iluminaban el cementerio como pequeñas estrellas del firmamento.

- Este lugar no es real. No hay vida y está libre de pecado.

- ¿Y que hacemos aquí?

- No lo sé, pero no me gusta. No me vuelvas a traer.

- Yo no he sido, te lo prometo. Ha sido el destino.

- Vámonos a casa. Estoy cansada y tenemos toda la navidad por delante.

   Continuaron el camino por uno de los largos pasillos del cementerio. La nieve crujía bajo sus pisadas, una nieve dura, a punto de convertirse en hielo.

   Apenas recordaba el lugar del nicho pero estaba segura de encontrarlo. Diez años habían transcurrido desde aquella  noche . De regreso a casa unos focos invadieron la calle y en un segundo la vida de su amiga quedó aplastada sobre el asfalto cubierto de nieve que no tardó en teñirse de rojo. Rojo era el color de la muerte y rojo también el color de los copos que caían del cielo. 

   Nunca llegó a comprender lo que había pasado. ¿Qué la habían hecho a su amiga? No podía morir. ¡Era inmortal! Se lo había prometido.

   Cuando finalmente llegó al nicho se quedó mirando la lápida de mármol.

 "1955-1973 Tus padres te recuerdan" rezaba la inscripción. No había nombre, tampoco flores. No había nada.

   Recordó entonces el inmenso vacío que había sentido durante el entierro. 

   Recordó también el  silencio que había percibido tras la muerte de su amiga. 

   A su alrededor se habían acumulado caras desconocidas, bocas que hablaban sin emitir sonidos, cuerpos que se movían lentamente y ojos que fijaban su mirada en los sepultureros que poco a poco, ladrillo a ladrillo, iban cerrando el agujero de la muerte.  

   Y volvió a sentir ese inmenso vacío que durante diez años se había apoderado de su vida. Tenía un hueco en su alma, la oscuridad de un nicho, el negro agujero de la muerte. Y ahí, en medio de la nada, en un lugar que es ningún sitio, intentó llenar ese vacío con un grito de angustia: "¡No me gusta este lugar, no me vuelvas a traer!"

   Y escuchó también de nuevo el silencio, incapaz de explicar su propia existencia. Era sordo y mudo, dibujado de maldad, cruel como solo lo puede ser la vida. "¡Que te han hecho amiga mía!", fue el grito con el que quiso matar el silencio.

  ¿Qué te han hecho?, fue la pregunta con la que intentó  llenar su vació.

   Palabras que quedaron suspendidas en el aire. Sin respuesta. No había nada ni nadie para responder.

   Solo silencio; el mismo que se llevó a su amiga. El silencio de la muerte.





Todavía estas conmigo  y sigo sin comprender.

lunes, 7 de marzo de 2022

FRAGIL COMO EL CRISTAL - CUCASINA

 

CUCASINA


 
 
   
     
   
Son  personas; mujeres, hombres, abuelos, abuelas, también niños con un futuro todavía por dibujar. Son personas. Gente, seres humanos, que respiran, suspiran, anhelan, sienten, aman y odian. Y ahora huyen.

     Entonces me acuerdo de mi abuela.

     Ella era grande, muy grande. Inmensa. Tenía una sonrisa que alcanzaba de un continente a otro y un abrazo con el que podía rodear al mundo. Era mi abuela.

    Cuando era pequeña me acunaba con su dulce voz, cantando una nana que recuerdo con el nombre de "Cucasina". Cantaba en una lengua desconocida que yo imaginaba venía del más allá, de otro planeta y  hasta de otra galaxia. Mis sueños infantiles me llevaron a imaginar que yo era la heredera de su estirpe y que por mis venas corría sangre galáctica. Por eso me gustaba no entender sus palabras. Pasaron varios años hasta que supe que ella, sencillamente, no había nacido en mi país y que por eso hablaba otro idioma. Esa revelación me trastorno durante muchos días y mi abuela se convirtió en un ser extraño que nada tenía que ver con mi propia sangre. Un sentimiento que se agudizó cuando mamá me contó que la abuela había nacido en una tierra donde los días a veces no tienen noche, y donde las noches, durante algunos meses, nunca se hacen de día.

    Pero una mañana, cuando la vi tan grande como siempre, con su sonrisa que seguramente llegaba al otro lado de la tierra; ese día, mientras arreglaba el pelo de mi muñeca que yo, en un arrebato de ira había arrancado, comprendí que no era una extraña. Somos sangre de nuestra sangre, decía con cara de misterio mientras introducía con infinita paciencia los flecos de lana en los pequeños orificios de la cabeza de plástico. No era el pelo original, ni siquiera del mismo color ya que Adela - ese era el nombre de la muñeca - pasó de ser rubia platino con pelo suave como la seda, a tener una cabellera color zanahoria, tosca y menos abundante. Pero no importaba porque volvió a mis juegos infantiles gracias a mi abuela que había comprendido que Adela pagó con su pelo mi enfado y mi temor a no volver a oír de su boca la palabra Cucasina.

     Tardé años en poder hablar con mi abuela porque su lengua era dura y difícil. Aún así era capaz de transmitir los sentimientos más difíciles, incluso aquellos que a veces vacían el alma y no tienen nombre. Así su cara y su cuerpo podían reír y llorar al mismo tiempo, amar y odiar e incluso vivir y morir de una sola vez.

    Conseguí comprender ese misterio gracias a la insistencia de mi abuela a enseñarme su idioma necesitado de palabras con el que se comunicaba con más facilidad que yo con mi propia lengua llena de voces. Claro que mi abuela decía que  los vocablos en sí carecen de valor, que lo que realmente importa son los sentidos que acompaña a cada una de las letras pronunciadas. Las palabras, intentaba explicarme, son pequeños soplos que desaparecen cuando chocan con el aire por lo que no tienen ningún valor. Sin embargo, el sentimiento con el que emitimos los sonidos queda dentro de nosotros, para bien o para mal.

     Aprendí el idioma de mi abuela a través de los juegos que compartíamos día tras día y que casi siempre terminaban en largas y ruidosas carreras. Luego, cuando yo ya estaba exhausta de tanto correr y esconderme por la casa, mi abuela me acurrucaba en sus brazos cantándome al oído los sueños de Cucasina. A mamá no le gustaba  verme correr como una loca por toda la casa con lo que el juego solía terminar bruscamente en un castigo en mi habitación. Allí, a solas las dos, sin nadie que nos molestara seguíamos jugando al escondite. A mi me tocaba contar,  así que apoyada contra la pared, chapurreando su idioma llegaba hasta diez, para luego buscar a mi abuela. Y ella, que no tenía ningún sentido de su propia grandeza, se escondía debajo de la cama donde siempre quedaba atrapada entre el suelo y los muelles del somier. Abuela, ¡no ves que estás demasiado gorda! decía yo riendo al tiempo que tiraba de su brazo para ayudarla a salir. Ella no se daba cuenta, o no quería darse cuenta, para no perderse mis grandes carcajadas.

     Desde luego era grande. Inmensa. No cabía debajo de mi cama y ocupaba casi toda la acera de la calle. Nos gustaba pasear, ir al parque para descubrir mundo, ya fuera verano, primavera, otoño o invierno, aunque ella prefería la última estación del año. Los días son ahora transparentes profería y puedes atrapar el frío con tus manos. ¡Mira, aquí lo tengo! gritaba entre risas mientras abría lentamente la palma de su mano. Y efectivamente, allí, grabado sobre la línea de la vida estaba el frío: una raya azul que atravesaba su mano hasta perderse por el hueco de la manga del abrigo. Yo naturalmente intentaba hacer lo mismo pero no conseguí nunca apoderarme del frío. Eso se consigue con los años, decía, y tienes mucho tiempo para aprender. Luego, un día, cuando seas mayor, sabrás que puedes retener la vida en tus manos y más tarde también la muerte.

     A veces, las palabras de mi abuela entraban directamente en mi corazón, pero otras se escapaban con el viento. No te oigo abuela, gritaba entonces, ¡no entiendo lo que me estas diciendo! ¿Por qué masticas las palabras, por qué susurras las frases? Es mi manera de ponerte a prueba, respondía, de saber si me atiendes o si por lo contrario te has dejado engatusar por las musarañas. A mí, lo de las musarañas, me hacía mucha gracia y uno de nuestros juegos favoritos era buscar en las paredes, detrás de los muebles, en los armarios, e incluso entre las flores, unos bichos que concebíamos deformes, con cuerpo grande y patas pequeñas, que de cuando en cuando llenaban mi sesera.   No hay musarañas en tu habitación y tampoco en el parque ¿y sabes por qué? Porque están todas metidas en tu cabeza. Eso es lo que decía mi abuela. 

     A medida que pasaban los años su presencia se hizo imprescindible en mi vida hasta tal punto que era capaz de absorber toda mi atención. Así descubrí que su ser era como un espejismo. A veces parecía transparente, como si realmente no existiera, mientras que otras se convertía en un ser sólido y real.

     Supongo que esto se debía a su peculiar forma de desplazarse por la casa ya que en vez de andar, con los pies pisando fuerte el suelo levitaba  de un lugar a otro. Resultaba divertido porque estaba siempre en movimiento atareada con algo aparentemente innecesario. Le gustaba, por ejemplo, mover los objetos de un lado a otro, especialmente las pequeñas urnas de cristal que mamá se empeñaba en coleccionar. Decía que a la vida hay que darla imaginación y fantasía. Por eso hablaba en voz alta con las flores, cantaba al viento o recogía en sus manos las gotas de lluvia para acercarlas con suavidad a la tierra. 

     Yo era consciente de que para un desconocido mi abuela parecía una vieja loca,  pero estaba cuerda. Aún así me preguntaba si valía la pena seguir confiando en ella o si por lo contrario debía cambiar de rumbo y emprender el camino en solitario. Un día, mientras estaba meditando sobre el asunto, recordé que de niña me había cantado nanas para hacerme olvidar los temores de la oscuridad  y decidía que ahora me tocaba a mí enseñarle todas las melodías de moda. Canciones que ella no entendía pero que tarareaba a la perfección, siguiendo con su cuerpo voluminoso el ritmo de la música. De esa forma aprendió a bailar el "twist", "la yenka", el "rock and roll" y todos los bailes que formaban parte de mi joven vida. Y ella, a pesar de la edad me seguía sin el menor tropiezo. ¿Eran setenta, ochenta o noventa años? No recuerdo, pero eran muchos años. Su pelo canoso y su cara marcada por el tiempo daban fe de ello.

     Mi abuela era vieja y a lo largo de su vida había acumulado una gran sabiduría que intentaba transmitir. Cuando te mires al espejo, dijo un día, no busques tu cara, sumérgete en tus ojos y descubre tu existencia. Porque ahí, en lo más profundo de la pupila, en el color del iris y en el brillo de tu mirada están escritos tus recuerdos. Por eso mi abuela tenía una mirada brillante que solamente se apagó el día que decidió que ya era hora de dejarme caminar en solitario. Ya no me necesitas, repetía con dulzura, ya no me necesitas. No quise entender lo que estaba escuchando por temor a perderla para siempre y luego el tiempo me ha enseñado que fueron siempre sus palabras y su murmullo casi imperceptible los que llenaban mi existencia. Amor se escribe con mayúsculas, me susurraba al oído, pero también con pequeñas letras.

     Nos abrazamos durante un largo rato y aunque fue hace muchos años todavía puedo sentir su calor. Sus brazos estaban siempre dispuestos a llenarme de alegría y también a protegerme de mi ignorancia, penas y temores. Por eso, cuando reía o lloraba, lo hacía con ella y cuando me dolía el corazón buscaba refugio en el suyo compartiendo así la invasión de la tristeza. Porque a mi, al igual que a mi abuela, me invadía y me sigue invadiendo la tristeza. Ella lo explicaba como el estallido de todos los sentimientos acumulados que no hemos podido expresar. Y de alguna forma, decía, tienen que salir. Por eso nos invade la tristeza. Me lo decía llorando, desconsolada, porque sabía que ya no quedaba tiempo para enseñarme el secreto de la vida.

    Desde luego era grande, muy grande. Inmensa. Era mi abuela. Murió huyendo de  la guerra, treinta  años antes de que yo naciera.


 


 

 

lunes, 28 de febrero de 2022

FRÁGIL COMO EL CRISTAL - HORA DE VOLAR

   

   HORA DE VOLAR 



La noticia de una nueva guerra entra como un huracán en mi vida y moviliza mi memoria sin darme cuenta. Mi subconsciente hurga en lo más profundo de mis recuerdos para reavivar la llama de la lucha por la paz y es entonces cuando de pronto recuerdo algo que no tiene sentido y que desde luego no guarda relación alguna con lo que está ocurriendo en el mundo.

     1970. Acababa de estrenar la adolescencia y a pesar de mi juventud, mamá que siempre fue una adelantada, no solo de su tiempo, sino de todos los tiempos, decidió que ya era hora de aprender a volar. Tocaba bachillerato y la mejor opción era estudiar en el extranjero, primero Inglaterra y luego Alemania, para así aprender bien los dos idiomas. Eso era lo que decía mamá. También papá, aunque creo recordar que se mostraba algo más reticente a soltar a una niña todavía a sus ojos, al gran mundo.

    Y puedo decir gran mundo porque en aquellos años el mundo era todavía grande. Para hablar por teléfono necesitábamos monedas, para saber la ubicación de una tienda o cafetería, había que preguntar; acercarse a una persona, a ser posible un portero que conocía bien el barrio, y hablar con él educadamente, utilizar la voz y pronunciar palabras. Si llegábamos tarde a un sitio no podíamos avisar y las distancias que ahora son tan cortas, eran lo que eran, distancias.

     ¿Móvil? ¿Internet? ¿WhatsApp? ¿Chat? ¿Online? ¿Conectarse con? Palabras que todavía no se habían inventado y que yo, por no decir mis padres, jamás imaginaría que llegarían a mi vocabulario. La compra de un billete de avión era presencial, el propio billete de papel, el asiento del vuelo incluido en el precio, así como la comida o el tentempié que se ofrecía en el camino. Luego en Londres busca el horario de autobuses, compra el billete para la estación de tren y una vez ahí vuelta a empezar para llegar a la ciudad de destino. Brighton en este caso. Yo tenía 14 años, pero mamá consideró que estaba más que preparada para enfrentarme a todos estos retos prácticos de la vida. En un país desconocido, sin familia y amigos.

     Y mamá tenía razón. Casi siempre lo tenía. Llegué a mi destino sin perderme y me instalé con toda comodidad en la casa de la familia Hunniset. Ella bajita y redonda, ama de casa sin aspiraciones profesionales y buena mujer. Él, alto y delgado, profesor de la universidad politécnica con el que aprendí más y mejor inglés que la mayoría. Ellos, la hija de 10 años, con la que veía la televisión, y el hijo, de 16, que muy de vez en cuando se dignaba a sacarme de paseo para enseñarme la auténtica vida de los jóvenes ingleses. Porque en mi colegio éramos todos extranjeros y ahí, la relación con los nativos, salvo el profesorado, era muy escaso.

     Y llegó el gran día. Esta noche hay un concierto, me dijo el hijo de 16 años, si quieres puedes venir. Es gratis. El movimiento hippie no se había abierto paso en la España franquista, pero a pesar de ello sabía que su lema era hacer el amor y no la guerra, que los conciertos con la música en favor de la paz como Woodstock y el de la Isla de Wight eran multitudinarios y que en el ambiente siempre se respiraba un dulce aroma a marihuana.

     No lo dudé un momento. ¡Claro que iría!

     Luego supe que fue su padre el que le había obligado a llevarme porque él había quedado con sus amigos y no tenía ningún interés en hacer de niñero de una joven pueblerina llegada de España. Le dije que no se preocupara, que yo me las apañaría sola, que él a su rollo y que yo jamás contaría nada a sus padres.

     Así llegamos al lugar del concierto, un edificio enorme en la zona universitaria. Seguimos a la corriente de jóvenes que entraba por la puerta principal y subía por las escaleras hasta la buhardilla. Una sala inmensa, en penumbra, llena de jóvenes literalmente tirados en el suelo, fumando canutos que iban de boca en boca y bebiendo cerveza. El hijo encontró a sus amigos y yo me senté algo alejada de todos disfrutando de mi momento. ¡Si mi madre me viera!

     No tenía ni idea de quien iba a cantar ni cuanto duraría el concierto, pero eso eran solo pequeños detalles. Lo importante es que ahí estaba yo, llegada de una dictadura, en medio de ese movimiento que tanto asustaba a los mayores dispuesta a devorar con todo mi ser los detalles de lo que estaba pasando.

     Y entonces entró él. Un joven flacucho, ni alto ni bajo, con media melena algo ondulada. Vestía vaqueros, una camiseta, zapatillas deportivas y su guitarra colgada al pecho. Se acercó a la silla colocada en el centro de la sala y se sentó. La ovación era ensordecedora, pero de la misma forma que había comenzado de la nada se murió de pronto en un silencio sepulcral. Tocó unos acordes y con ellos comenzó mi camino a un mundo lleno de sentidos y sentimientos.

     1970. Una buhardilla. Un Concierto. Cerveza. Marihuana. Un cantante. Y yo, 14 años. Un recuerdo que me llega con la noticia del estallido de una guerra. ¿Por qué?

     Ese fue mi primer encuentro con Donovan. Cantó Soldado Universal, según muchos la mejor canción en contra de la guerra que se ha escrito jamás. Firma la canción la música canadiense Buffy Sainte-Marie.