DIOS EXISTE Y VIVE EN JERUSALEN
Los guardias vinieron a buscarle
a las ocho en punto, con tiempo más que suficiente para llegar al Palacio de
Justicia.
Samuel les estaba esperando
cuando llegaron a su celda y con disciplina sacó los brazos por el agujero de los barrotes para que le esposaran. No le gustaba causar problemas y conocía a sus carceleros por los que sentía aprecio. Aún así no cruzaron palabra porque entre ellos
no había nada que comentar, aunque los dos mostraron cara de sorpresa ante su
vestimenta. Samuel había cambiado sus pantalones llenos de agujeros y
lamparones por un traje negro ya que David , su abogado, había insistido en que
la imagen ante el juez era de gran relevancia.
La verdad es que a Samuel le importaba un
bledo este juicio y también sus consecuencias. No se sentía culpable porque no había hecho daño a nadie. Pero ¿cómo hacer comprender a la gente que
solo buscaba el bien? El juez se limitaría a analizar los hechos al igual que
el fiscal, y su abogado defensor, un joven novato que nunca había pisado un
juzgado, no sabría ni por donde empezar. Su única recomendación desde el momento
del encarcelamiento había sido decir la verdad y mostrarse limpio y aseado ante
el juez, para “que no te tomen por un pordiosero”, o lo que sería más grave,
“por un agitador callejero”.
Samuel salió de
la celda con resignación y recordó el día de la detención. Pasó mucha vergüenza ante los vecinos. La policía le trató
como a un criminal, empujándole contra el muro de la casa, cacheando
todo su cuerpo para finalmente esposarle y llevarle arrastras a comisaría sin
darle tiempo de entrar en casa para regar sus flores. A estas alturas
seguramente estarían muertas porque ya no creía en sus amigos ni en sus
vecinos. A raíz de su detención todos le dieron la espalda, incluso su
hermano que después de conocer su delito le insultó primero negándole luego
cualquier tipo de apoyo o ayuda.
Samuel recordó
la historia de su detención durante el camino al Palacio de Justicia. De
aquello hacía ya seis meses, casi una vida entera porque en la cárcel los días
parecían eternos. Aún así, su estancia en el penal no había sido mala. Los
demás reos, lejos de meterse con él y de intentar someterle a todo tipo de
vejaciones, que era lo habitual, huían ante su presencia. A Samuel le daba la
impresión de que le tenían miedo. ¡Que tontería! ¡Miedo a un cartero de tres al
cuarto! Claro que su acusación era muy grave porque no guardaba relación con la vida real.
En la sala
número diez del Palacio de Justicia, le esperaba David quien nada más verle dio
su aprobación a la vestimenta. Así pareces alguien, dijo, no un pordiosero o
lo que es peor, un agitador callejero. Luego, no paró en darle consejos. Di
siempre la verdad, sé sincero – eso es importante – y no mires nunca al fiscal
directamente a los ojos. Si tienes alguna duda, pregunta, no importa, el juez,
que es un buen hombre lo entenderá.
Los asistentes
al juicio se pusieron de pié al entrar el juez y la vista comenzó de inmediato.
Samuel escuchó con la cabeza agachada la acusación y la pregunta de cómo se iba
a declarar, inocente o culpable.
Todo había
comenzado poco antes de navidad de hacía unos dos años. El y sus compañeros
estaban distribuyendo por zonas las cartas en sus puestos de trabajo cuando en
sus manos cayó una que iba dirigida a Dios Todopoderoso que vive en Jerusalén
. A Samuel le hizo gracia y lo comentó
con sus compañeros. Fijaos – dijo – tengo una carta para Dios que vive en
Jerusalén. Todos le rieron la gracia sin hacerle demasiado caso porque pensaban que Samuel era una persona algo extraña. Y él como no sabía que hacer
con la carta se acerco a su jefe. ¿Qué hago con esta carta que va dirigida a
Dios? Haz lo que quieras, fue la respuesta de su jefe, que andaba liado con grandes
paquetes.
A Samuel le dio
apuro tirar una carta tan importante así que la guardó en su bolsillo y
continuó con su trabajo. No se acordó de ella hasta la noche, cuando estaba
cenando viendo la televisión, un aburrido concurso en el que los participantes
tenían que superar una serie de pruebas absurdas. Buscó en el bolsillo de su pantalón y
encontró el sobre. El sello era de Bélgica y la letra bastante infantil. En el
reverso venía la dirección completa y el nombre de la remitente, Patricia. Sin
dudarlo abrió la carta y la leyó.
“Querido Dios, tengo miedo, miedo de que no
existas. Me llamo Patricia y tengo 12 años, soy judía y mi mejor amiga es de
Marruecos. Sé lo que ocurre entre Israel y Palestina, lo veo en la televisión,
y se que los judíos odian a los musulmanes y al revés. Pero yo no puedo odiar a
Nadira, todo lo contrario, la quiero. Si tu existes Dios, haz que las personas no seamos así. Te escribo a Jerusalén porque se que esa es tu tierra. Te mando un
beso. Hasta siempre”.
A Samuel la
carta le llegó al alma y sin dudarlo un momento se sentó con un folio en blanco
sobre la mesa y redactó una respuesta que a él le parecía coherente. El idioma
hubiera sido un inconveniente pero Samuel, hombre inculto según sus familiares
y conocidos, dominaba varias lenguas. Era su secreto ya
que una de sus pasiones había sido siempre la lectura y como las
traducciones dejan mucho que desear, según su opinión, se había esforzado en aprender
varios idiomas. Metió el folio en un
sobre con el nombre y la dirección de Patricia y como remitente puso Dios, que
vive en Jerusalén. Al día siguiente echó
la carta al buzón y se quedó tranquilo.
Samuel, sumido
en sus recuerdos, despertó del codazo que le propinó David. Se declaró inocente
¿pero como hacer comprender al mundo entero que ese mismo mundo necesita
respuestas? ¡Necesita creer y tener esperanzas!
A la primera
carta le siguieron otras. Primero todas eran de Bélgica. Se trataba sin duda de
amigos y conocidos de Patricia, aunque el contenido no lo especificaba,
pero luego el círculo se fue creciendo y creciendo. Al cabo de dos años,
Samuel recibía cartas de todo el mundo, al ritmo de unas cien por semana. El
hacía lo imposible por responder a todas aunque a veces las peticiones y
preguntas eran un tanto absurdas, como por ejemplo una sellada en Dinamarca que
decía: “Dios, tu que existes, haz que M me quiera, y que me ame más que a J
pero que sea rápido, o Dios, haz que sea la próxima semana”.
También había
recibido múltiples invitaciones para “bajarse de la cruz” y mudarse a un lugar más tranquilo que Israel. Hawai, por ejemplo, o Cabo Verde, e incluso a Laponia,
junto a Papá Noel. Cartas con solicitudes y sugerencias tal vez estúpidas pero
que para Samuel significaban que ahí fuera, en el mundo, hay mucha gente que
necesita creer en Dios. Así que respondía a todas las cartas robándose a sí
mismo horas de sueño y descanso.
Claro que tanta
carta dirigida a Dios comenzó a levantar sospechas y el jefe de Samuel, después
de un par de semanas de investigaciones descubrió lo que estaba sucediendo y
puso el caso en manos de la policía. La detención de Samuel fue inmediata y el
inspector jefe resolvió el asunto ante los medios de comunicación con una breve
nota que informaba sobre la detención de un cartero loco que se hacía pasar por
Dios, pensando que de esta forma el asunto pasaría inadvertido.
Pero el juicio contra Samuel
despertó gran revuelo entre la prensa internacional acreditada en la ciudad.
Todos los periodistas vieron en la historia del cartero una auténtica joya, una
noticia refrescante con la que podían huir de su aburrido trabajo cotidiano que
los más veteranos describían como una simple ecuación matemática ya que la
mayoría de los días se trataba de contar los enfrentamientos entre judíos y palestinos y sus consecuencias. Muchos de los corresponsales extranjeros, sobre todo aquellos
que llevaban años en la zona, pensaba que la situación de Oriente Próximo había
perdido interés.
Por eso la sala se llenaba todos los días con representantes de la
prensa internacional ante el asombro del juez, fiscal, abogado defensor y
también del propio acusado. Los periodistas seguían con todo lujo de detalle la vista
para luego enviar a sus correspondientes medios titulares espectaculares ,
artículos y crónicas en los que describían minuciosamente no solo lo que
ocurría en la sala, sino también la vida del reo.
Claro que no había mucho que
contar por lo que todos inventaron su propia historia convirtiendo a Samuel
en un hombre casado con cinco hijos o en un viudo desesperado tras la muerte
de su mujer, e incluso en un hombre lleno de bondad que debería ser considerado
como santo. Escribieron el guión de su vida pero sin alejarse de los hechos: un hombre estaba siendo
juzgado por haber contestado a cartas en nombre de Dios.
“La existencia de dios puesta en tela de
juicio”; “La divina bondad de un ser
humano”; “El juicio contra dios” o “Dios
existe, ¿será verdad?”, fueron algunos
de los titulares que dieron la vuelta al mundo y que asombraron a los lectores
de los diferentes continentes.
Samuel se convirtió así en una
persona famosa y raros eran los días en
los que no recibía la solicitud de algún periodista para una entrevista. Sin
embargo su abogado le había desaconsejado – luego, decía, escriben lo que
quieren – y el fiscal había solicitado la orden del juez para que las
entrevistas le fueran prohibidas.
Esto último llegó también a oídos de la
prensa y el escándalo fue inmediato. De nuevo aparecieron titulares en los
periódicos de todo el mundo asegurando que en la tierra de Dios “la censura es
permanente y constante” y “la libertad de expresión, de creencias e incluso de
actuaciones” no existe, es más es perseguida por la ley. Algún periodista se
atrevió a añadir que “no sólo la ley
persigue estos hechos, sino también los grupos extremistas y los gobiernos, ya
que ambos bandos se ocupan de que las personas en este lugar de la tierra, cuna
de las grandes creencias, no puedan
disfrutar de las mismas".
Llegó el último
día del juicio. La sala estaba abarrotada de periodistas con sus grabadoras a
mano y su teléfono móvil a punto para informar sobre el veredicto. Estaba la
prensa escrita, pero también la radio y la televisión y todos querían ser los primeros en informar sobre el veredicto del “juicio del
siglo”. Había incluso mucho público
esperando en las afueras del Palacio de
Justicia para mostrar su solidaridad con
Samuel.
Pasaban diez
minutos de las diez y un ligero nerviosismo invadió la sala ante la demora del
juez. Los periodistas no paraban en hacer llamadas y especulaban con el
veredicto que seguramente tenía que ver con el retraso del inicio de la
vista. Todos, sin excepción, estaban a
favor de la absolución o no culpabilidad, pero estaban casi seguros de que
Samuel iba a ser condenado a al menos diez años de cárcel.
Samuel esperaba
con resignación la llegada del juez y aprovechaba el tiempo para curiosear
entre el público. Ya todo le daba igual, incluso su propia vida, y aunque no le
hacía gracia la idea de la cárcel se consolaba con que allí le darían comida y
techo gratis. Ahora no le quedaba nada. Su trabajo estaba perdido y su casa con
sus pertenencias habían sido subastadas por su hermano para poder pagar al
abogado.
El juez entró
con una expresión más seria de lo habitual y se sentó dando un buen martillazo
en la mesa para poner orden en la sala. Pero era difícil hacer callar a tanto
público que esperaba con ansiedad el veredicto. Por eso no tardó en sacar sus
papeles para comenzar la lectura. Ordenó al acusado a ponerse en pié y le miró
fijamente a los ojos. Al igual que al inicio del juicio le preguntó a Samuel si
entendía la acusación y si estaba al tanto de la gravedad del asunto. Samuel
asintió con la cabeza.
El juez suspiró
profundamente y se restregó la mandíbula. Los periodistas interpretaron ese
gesto como un sentimiento de resignación del propio juez e intuyeron que este
pobre hombre, pequeño y encorvado, de pelo y barbas blancas con una vida ya
vivida, estaba obligado a condenar a un
hombre sin estar realmente convencido de la existencia del delito. Esta interpretación
de los periodistas se vio incrementada cuando el juez miró al techo de la sala
como si estuviera esperando un milagro. Pero los milagros.......
La puerta de la
sala se abrió de golpe con un gran estruendo los periodistas miraron inmediatamente hacia la entrada. Diez, o tal vez
doce o catorce carteros entraron en la sala cargados de sacas llenas de cartas.
El primero de ellos se disculpó y aseguró que actuaban por orden del jefe de
correos. Dejaron las sacas en medio de la sala y se marcharon antes de que el juez
tuviera tiempo de responder o hacer preguntas. La sala había quedado en silencio y al cabo de unos segundos se escucho la voz del juez preguntando "¿pero qué es esto?"
La sala estaba
llena de informadores y curiosos a la espera
de una sentencia, la sentencia estaba encima de la mesa y el juez dispuesto
a leerla. Pero de pronto se levantó de la silla y se acercó a las sacas. Todas
estaban llenas de cartas. Sacó una, con sello de Arabia Saudí, otra con sello
de Israel, otra con sello de Uganda, otra con sello de Japón, otra de Francia,
Inglaterra, Canadá, Islandia, Groenlandia, Rusia, China, Vietman, Corea del
Sur, Islas Seychelles, Venzuela, y así sucesivamente. Cartas de todo el mundo,
de todos los países y continentes. Cartas en todos los idiomas y escrituras
pero con un solo lema: Dios existe y vive en Jerusalén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario