Mamá coleccionaba recipientes,
pequeños envases de cristal vacíos. Recuerdo que nuestra casa estaba llena de
botes de todos los colores; en las habitaciones, en los armarios, en los
estantes de la biblioteca, en la repisa de la chimenea; en fin, en cualquier
rincón, por muy escondido que estuviera, había cristales de diferentes tamaños
y formas. Eran pequeños y grandes, redondos y ovalados y teñidos de la amplia
gama de luces que da el arco iris.
Nosotros nos
reíamos mucho de esa manía suya de guardar algo que no sirve para nada. Los
demás, sus amigos y conocidos, quedaban admirados ante su rareza, que según
decían era un signo de infinita sabiduría y también ¿por qué no? de una
originalidad casi sin precedentes.
Eramos aún pequeños cuando
descubrimos que su manía había traspasado la barrera de nuestra propia
intimidad para instalarse, sin rubor alguno, en los dormitorios. Allí, en el
fondo de los armarios, en el hueco que uno nunca ve (probablemente porque no
existe) pero que en nuestros juegos infantiles resultaba el escondite
perfecto, estaban los misteriosos e intocables cristales de mamá. Tanto mí cristal como los de mis hermanos eran transparentes y muy grandes, prácticamente de
nuestro mismo tamaño.
Mi hermano el mayor fue el
primero en darse cuenta. Os voy a contar un secreto nos dijo un día a mi hermana y a mí. "En mi armario hay uno de esos cristales vacíos que colecciona mamá, uno
muy grande y transparente". Inmediatamente corrimos hacia su habitación para
asegurarnos de que lo que decía era verdad. ¡Sí, ahí estaba!, justo donde él
había dicho. Y si él tenía uno grande y transparente,
nosotras, las niñas también. Y ese gran hallazgo se convirtió desde entonces en nuestro gran secreto que, con el paso del tiempo, ha logrado
unirnos mucho más allá de la sangre.
Los cristales de mamá eran un
misterio para nosotros, como casi todo lo que ella representaba. Sabíamos que
su colección era sagrada y que nos estaba absolutamente prohibido jugar con
ella. Aún así, guiados por el secreto compartido, nos introducíamos de vez en
cuando en los armarios para acariciar esos objetos fríos y transparentes cuya
presencia era inexplicable. Y a pesar de la prohibición no había ningún
remordimiento entorno a nuestras reuniones clandestinas porque era solo un
juego y un enigma entre hermanos.
Mamá sacaba de vez en cuando
de algún armario una urna de color y la colocaba sobre la mesa del comedor. Una
mesa redonda, que ampliándola se hacía ovalada, pero nunca cuadrada o
rectangular. Las formas redondas, el círculo, nos decía, une a las personas,
mientras que las esquinas rompen esa unidad. Luego, con la urna sobre la mesa
nos hacía llamar a todos; algo grande iba a suceder, bueno o malo, no
importaba, porque siempre era algo grande.
Recuerdo casi todas las
reuniones convocadas por mamá y en especial la primera a la que asistí porque
ese día descubrí la importancia de la verdad. El color elegido era el verde
pálido. Alguien, nos dijo con suavidad, ha hecho un gran agujero en el
sofá. Un agujero redondo, perfecto, pero un agujero. Y este cristal, con su
color, es el cristal de la verdad. Sólo os pido eso, la verdad.
Tardamos mucho tiempo en
darnos cuenta de que la colección se iba ampliando. Cuando poco a poco fuimos
descubriendo que los cristales de mamá aumentaban en número comenzamos a
investigar. La llegada de una nueva coincidía siempre con algún acontecimiento
en su vida por lo que en un principio no le dimos mayor importancia. Se
trataba, sin duda, de un regalo. Pero un día quedamos más que confundidos. Mamá
llegó a casa con una urna negra que colocó sobre la mesa. Miramos atónitos ese
objeto con color de noche. El abuelo ha muerto, dijo con tristeza. El negro de
este cristal simboliza la muerte y aquí, en esta urna, os pido que guardéis en
su momento las cenizas de mi cuerpo con las de papá. Así los
dos estaremos juntos en nuestro siguiente paso de la vida y en la eternidad.
Entonces no alcanzamos a
entender sus palabras, pero vimos que el cristal con color de noche quedó
instalado en la biblioteca, al lado de la biblia, junto a la ventana, donde el
sol se insinuaba al amanecer.
Mamá coleccionaba frascos,
pequeñas urnas de cristal vacías que en más de una ocasión fueron objeto de
nuestras burlas.
"Mamá, eres incorregible -
decíamos entre risas al tiempo que correteábamos a su alrededor. Estos pequeños
frascos tuyos no sirven para nada. Son tan solo el dulce hogar de la suciedad
que tantos odias. ¡Si al menos estuvieran llenos de algo!"
"Con el tiempo vais a
descubrir - contestaba con paciencia - que todo no es lo que parece. Como sabéis,
la vida es algo que no se puede ver y el misterio de su existencia radica precisamente en su invisibilidad".
Mamá era a veces una extraña para nosotros, pero gracias a sus cristales comenzamos a abrir los ojos. Fue
nuevamente el mayor quien nos alerto asegurando que su cristal seguía igual de
grande que él. ¡Y él había crecido!
"¡Ya estamos de
nuevo - dijo un día asustado - os dais
cuenta! Este frasco mide lo mismo que yo. Sigue transparente y ¡ha crecido! ya
casi no cabe en el armario".
Acostumbrados a ver esos
objetos misteriosos no nos habíamos dado cuenta de su tamaño real. Asustados
fuimos corriendo hacia la cocina.
"Mamá, mamá tus urnas
están vivas" - íbamos gritando por el pasillo con rumbo a la cocina donde
mamá estaba atareada con la comida de navidad. La recuerdo envuelta en un
delantal de volantes blanco y rojo.
"Pero que es ese
alboroto - decía - Papá Noel no viene hasta mañana".
"Mamá, tus frascos
crecen, están vivos como nosotros" - replicó el mayor.
"Pues claro que crecen.
Como todo lo que vale la pena en esta vida se harán grandes y firmes."
"Pero mamá - insistía el
mayor - la urna tuya que tengo en mi armario mide lo mismo que yo"
"¿Que urna? ¿De qué estás
hablando? En tu armario no hay nada excepto ropa"
"Que sí mamá, ven y lo
verás" - dijimos los tres al mismo tiempo.
Con un suspiro dejó lo que
tenía entre manos y nos acompañó a la habitación. Sin pensarlo abrió el
armario.
"Aquí no hay nada -
decía - no hay nada salvo un gran desorden".
Y efectivamente, en el
armario de mi hermano no había nada.
Mamá volvió a la cocina y
nosotros aprovechamos el silencio para celebrar, esta vez en mi armario, una de
nuestras reuniones clandestinas. Allí estaba mi cristal, tan alto como yo.
Fuimos luego al armario de mi hermana. Su urna también estaba. La acariciamos,
la mimamos, como si fuera la última vez. Temerosos nos dirijimos luego a la habitación del mayor. Teníamos miedo así que nos quedamos durante unos minutos mirando
las puertas del armario. Finalmente mi hermano empezó a abrirlas, muy despacio.
Sobre los estantes estaban sus jerseys, las camisas y los pantalones colgados,
y .... ¡su cristal seguía allí!
Esa fue la última vez que
hablamos del tema con el mayor. Al día siguiente, cuando celebrábamos la
llegada de Papá Noel, su mirada había cambiado. Se había disfrazado con la
barba, el traje rojo y las botas de rigor, entrando por la puerta grande con
los regalos metidos en un gran saco. Reía con voz ya casi de hombre al tiempo
que preguntaba por los niños buenos. Mamá y papá disfrutaban de la escena
porque sabían que esa era nuestra forma peculiar de hacer teatro y también de
recordar con ilusión los años de nuestra infancia.
A partir de ese 24 de
Diciembre todo parecía igual pero nuestras vidas habían cambiado. El mayor ya
no participaba en las reuniones de la mesa redonda, ni siquiera el día de verde
esmeralda.
Mamá había estado enferma,
muy enferma, a un paso de la muerte. Los médicos no nos habían dado esperanzas,
no apostaban por ella. Nadie lo hizo, salvo ella misma. Y el primer día que se
levantó de la cama sacó un cristal verde esmeralda y lo puso sobre la mesa.
"El verde esmeralda -
nos decía con la mirada fija sobre la mesa - es el color de la esperanza. No lo
olvidéis nunca hijas, porque la esperanza es lo último que uno debe
perder".
Habían pasado ya dos o tres
años desde la navidad del gran descubrimiento y yo me había convertido en una
adolescente. Las palabras de mamá pronunciadas entorno a la mesa redonda ya no
eran mágicas. Sus llamadas, que cada día se hacían más frecuentes, se habían
transformado en reuniones deseadas y esperadas por mí. Porque había algo en sus
urnas de colores que me atraía y casi hipnotizaba.
De esas forma, un día, guiada
por mi instinto, descubrí que esos pequeños botes de cristal no estaban vacíos.
El primer hallazgo fue en un frasco blanco colocado al lado del tocadiscos. El
blanco era, según mamá, el color del deseo, sentimientos contradictorios llenos
de imágenes borrosas. Y esos deseos los vi sumergidos ese pequeño frasco blanco apiñados en un espacio tan reducido que seguramente anhelaban salir con toda
urgencia.
Aquel día inundé la casa de
música y acompañada de mis discos, seguí mirando en el interior de las urnas de
mamá descubriendo todo aquello que yo misma llevaba en mi interior.
Ella coleccionaba frascos,
pequeñas urnas de cristal que nunca estuvieron vacías. Lo comprendí de pronto
cuando abrí la puerta de mi armario y vi que mi cristal, el que siempre había
sido transparente y medía lo mismo que yo, se había teñido de todos los colores
del arco iris. Y en su interior, antaño vacío, se acumulaba ahora mi propia
existencia y todo aquello que mamá nos había enseñado. Fue un descubrimiento
que duró sólo un instante y mi cristal se desintegró en el tiempo y en el
espacio.
A partir de aquel día dejé de
acudir a las reuniones de la mesa redonda y tampoco volví a hablar sobre las
urnas de mamá con mis hermanos.
Pasaron los años y nuestro
secreto parecía haberse ahogado en nuestras memorias. Pero unas navidades,
siendo ya adultos, con parejas e hijos, recordamos la misteriosa manía de mamá. Ella estaba como
siempre por aquellas fechas atareada en la cocina con la comida de Nochebuena,
envuelta en su delantal rojo y blanco. Nuestros hijos y parejas ayudaban a papá con el árbol de navidad. Aprovechamos el silencio para celebrar,
como habíamos hecho antaño, una de nuestras reuniones clandestinas. Guiados por
el recuerdo nos acercamos al armario de mi hermano, luego al mío y al de mi
hermana. Cuatro armarios vacíos pero con cuatro urnas
de cristal, igual de grandes que nosotros y teñidos de todos los colores del
arco iris.
E.N.
E.N.
No hay comentarios:
Publicar un comentario