domingo, 12 de marzo de 2023

FRAGIL COMO EL CRISTAL - RECUERDOS DE CRISTAL


RECUERDOS DE CRISTAL



    Mamá coleccionaba recipientes, pequeños envases de cristal vacíos. Recuerdo que nuestra casa estaba llena de botes de todos los colores; en las habitaciones, en los armarios, en los estantes de la biblioteca, en la repisa de la chimenea; en fin, en cualquier rincón, por muy escondido que estuviera, había cristales de diferentes tamaños y formas. Eran pequeños y grandes, redondos y ovalados y teñidos de la amplia gama de luces que da el arco iris.
   Nosotros nos reíamos mucho de esa manía suya de guardar algo que no sirve para nada. Los demás, sus amigos y conocidos, quedaban admirados ante su rareza, que según decían era un signo de infinita sabiduría y también ¿por qué no? de una originalidad casi sin precedentes.
   Eramos aún pequeños cuando descubrimos que su manía había traspasado la barrera de nuestra propia intimidad para instalarse, sin rubor alguno, en los dormitorios. Allí, en el fondo de los armarios, en el hueco que uno nunca ve (probablemente porque no existe) pero que en nuestros juegos infantiles resultaba el escondite perfecto, estaban los misteriosos e intocables cristales de mamá. Tanto  mí cristal como los de mis hermanos eran transparentes y muy grandes, prácticamente de nuestro mismo tamaño.
   Mi hermano el mayor fue el primero en darse cuenta. Os voy a contar un secreto nos dijo un día a mi hermana y a mí.  "En mi armario hay uno de esos cristales vacíos que colecciona mamá, uno muy grande y transparente". Inmediatamente corrimos hacia su habitación para asegurarnos de que lo que decía era verdad. ¡Sí, ahí estaba!, justo donde él había dicho. Y si él tenía uno grande y transparente, nosotras, las niñas también. Y ese gran hallazgo se convirtió desde  entonces en nuestro gran secreto que, con el paso del tiempo, ha logrado unirnos mucho más allá de la sangre.
   Los cristales de mamá eran un misterio para nosotros, como casi todo lo que ella representaba. Sabíamos que su colección era sagrada y que nos estaba absolutamente prohibido jugar con ella. Aún así, guiados por el secreto compartido, nos introducíamos de vez en cuando en los armarios para acariciar esos objetos fríos y transparentes cuya presencia era inexplicable. Y a pesar de la prohibición no había ningún remordimiento entorno a nuestras reuniones clandestinas porque era solo un juego y un enigma entre hermanos.
   Mamá sacaba de vez en cuando de algún armario una urna de color y la colocaba sobre la mesa del comedor. Una mesa redonda, que ampliándola se hacía ovalada, pero nunca cuadrada o rectangular. Las formas redondas, el círculo, nos decía, une a las personas, mientras que las esquinas rompen esa unidad. Luego, con la urna sobre la mesa nos hacía llamar a todos; algo grande iba a suceder, bueno o malo, no importaba, porque siempre era algo grande.
   Recuerdo casi todas las reuniones convocadas por mamá y en especial la primera a la que asistí porque ese día descubrí la importancia de la verdad. El color elegido era el verde pálido. Alguien, nos dijo  con suavidad, ha hecho un gran agujero en el sofá. Un agujero redondo, perfecto, pero un agujero. Y este cristal, con su color, es el cristal de la verdad. Sólo os pido eso, la verdad.
   Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que la colección se iba ampliando. Cuando poco a poco fuimos descubriendo que los cristales de mamá aumentaban en número comenzamos a investigar. La llegada de una nueva coincidía siempre con algún acontecimiento en su vida por lo que en un principio no le dimos mayor importancia. Se trataba, sin duda, de un regalo. Pero un día quedamos más que confundidos. Mamá llegó a casa con una urna negra que colocó sobre la mesa. Miramos atónitos ese objeto con color de noche. El abuelo ha muerto, dijo con tristeza. El negro de este cristal simboliza la muerte y aquí, en esta urna, os pido que guardéis en su momento las cenizas de mi cuerpo con las de papá. Así los dos estaremos juntos en nuestro  siguiente paso de la vida y en la eternidad.
  Entonces no alcanzamos a entender sus palabras, pero vimos que el cristal con color de noche quedó instalado en la biblioteca, al lado de la biblia, junto a la ventana, donde el sol se insinuaba al amanecer.
   Mamá coleccionaba frascos, pequeñas urnas de cristal vacías que en más de una ocasión fueron objeto de nuestras burlas.
   "Mamá, eres  incorregible - decíamos entre risas al tiempo que correteábamos a su alrededor. Estos pequeños frascos tuyos no sirven para nada. Son tan solo el dulce hogar de la suciedad que tantos odias. ¡Si al menos estuvieran llenos de algo!"
   "Con el tiempo vais a descubrir - contestaba con paciencia - que todo no es lo que parece. Como sabéis, la vida es algo que no se puede  ver y el misterio de su  existencia radica precisamente en su invisibilidad".
   Mamá era a veces una extraña para nosotros, pero gracias a sus cristales comenzamos a abrir los ojos. Fue nuevamente el mayor quien nos alerto asegurando que su cristal seguía igual de grande que él. ¡Y él había crecido!
    "¡Ya estamos de nuevo  - dijo un día asustado - os dais cuenta! Este frasco mide lo mismo que yo. Sigue transparente y ¡ha crecido! ya casi no cabe en el armario".
   Acostumbrados a ver esos objetos misteriosos no nos habíamos dado cuenta de su tamaño real. Asustados fuimos corriendo hacia la cocina.
   "Mamá, mamá tus urnas están vivas" - íbamos gritando por el pasillo con rumbo a la cocina donde mamá estaba atareada con la comida de navidad. La recuerdo envuelta en un delantal de volantes blanco y rojo.
   "Pero que es ese alboroto - decía - Papá Noel  no viene hasta mañana".
   "Mamá, tus frascos crecen, están vivos como nosotros" - replicó el mayor.
   "Pues claro que crecen. Como todo lo que vale la pena en esta vida se harán grandes y firmes."
   "Pero mamá - insistía el mayor - la urna tuya que tengo en mi armario mide lo mismo que yo"
   "¿Que urna? ¿De qué estás hablando? En tu armario no hay nada excepto ropa"
   "Que sí mamá, ven y lo verás" - dijimos los tres al mismo tiempo.
   Con un suspiro dejó lo que tenía entre manos y nos acompañó a la habitación. Sin pensarlo abrió el armario.
   "Aquí no hay nada - decía - no hay nada salvo un gran desorden".
   Y efectivamente, en el armario de mi hermano no había nada.
   Mamá volvió a la cocina y nosotros aprovechamos el silencio para celebrar, esta vez en mi armario, una de nuestras reuniones clandestinas. Allí estaba mi cristal, tan alto como yo. Fuimos luego al armario de mi hermana. Su urna también estaba. La acariciamos, la mimamos, como si fuera la última vez. Temerosos nos dirijimos luego a la habitación del mayor. Teníamos miedo así que nos quedamos durante unos minutos mirando las puertas del armario. Finalmente mi hermano empezó a abrirlas, muy despacio. Sobre los estantes estaban sus jerseys, las camisas y los pantalones colgados, y  .... ¡su cristal seguía allí!
   Esa fue la última vez que hablamos del tema con el mayor. Al día siguiente, cuando celebrábamos la llegada de Papá Noel, su mirada había cambiado. Se había disfrazado con la barba, el traje rojo y las botas de rigor, entrando por la puerta grande con los regalos metidos en un gran saco. Reía con voz ya casi de hombre al tiempo que preguntaba por los niños buenos. Mamá y papá disfrutaban de la escena porque sabían que esa era nuestra forma peculiar de hacer teatro y también de recordar con ilusión los años de nuestra infancia.
   A partir de ese 24 de Diciembre todo parecía igual pero nuestras vidas habían cambiado. El mayor ya no participaba en las reuniones de la mesa redonda, ni siquiera el día de verde esmeralda.
   Mamá había estado enferma, muy enferma, a un paso de la muerte. Los médicos no nos habían dado esperanzas, no apostaban por ella. Nadie lo hizo, salvo ella misma. Y el primer día que se levantó de la cama sacó un cristal verde esmeralda y lo puso sobre la mesa.
   "El verde esmeralda - nos decía con la mirada fija sobre la mesa - es el color de la esperanza. No lo olvidéis nunca hijas,  porque la esperanza es lo último que uno debe perder". 
   Habían pasado ya dos o tres años desde la navidad del gran descubrimiento y yo me había convertido en una adolescente. Las palabras de mamá pronunciadas entorno a la mesa redonda ya no eran mágicas. Sus llamadas, que cada día se hacían más frecuentes, se habían transformado en reuniones deseadas y esperadas por mí. Porque había algo en sus urnas de colores que me atraía y casi hipnotizaba.
   De esas forma, un día, guiada por mi instinto, descubrí que esos pequeños botes de cristal no estaban vacíos. El primer hallazgo fue en un frasco blanco colocado al lado del tocadiscos. El blanco era, según mamá, el color del deseo, sentimientos contradictorios llenos de imágenes borrosas. Y esos deseos los vi  sumergidos  ese  pequeño frasco blanco apiñados en un espacio tan reducido que seguramente anhelaban salir con toda urgencia.     
   Aquel día inundé la casa de música y acompañada de mis discos, seguí mirando en el interior de las urnas de mamá descubriendo todo aquello que yo misma llevaba en mi interior.
   Ella coleccionaba frascos, pequeñas urnas de cristal que nunca estuvieron vacías. Lo comprendí de pronto cuando abrí la puerta de mi armario y vi que mi cristal, el que siempre había sido transparente y medía lo mismo que yo, se había teñido de todos los colores del arco iris. Y en su interior, antaño vacío, se acumulaba ahora mi propia existencia y todo aquello que mamá nos había enseñado. Fue un descubrimiento que duró sólo un instante y mi cristal se desintegró en el tiempo y en el espacio.
   A partir de aquel día dejé de acudir a las reuniones de la mesa redonda y tampoco volví a hablar sobre las urnas de mamá con mis hermanos.
   Pasaron los años y nuestro secreto parecía haberse ahogado en nuestras memorias. Pero unas navidades, siendo ya adultos, con parejas e hijos,  recordamos la misteriosa manía de mamá. Ella estaba como siempre por aquellas fechas atareada en la cocina con la comida de Nochebuena, envuelta en su delantal rojo y blanco. Nuestros hijos y parejas ayudaban a papá con el árbol de navidad.  Aprovechamos el silencio para celebrar, como habíamos hecho antaño, una de nuestras reuniones clandestinas. Guiados por el recuerdo nos acercamos al armario de mi hermano, luego al mío y al de mi hermana. Cuatro armarios vacíos pero con cuatro urnas de cristal, igual de grandes que nosotros y teñidos de todos los colores del arco iris.

E.N. 
 




  


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