EL SILENCIO DE LA MUERTE
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El
cementerio estaba desierto. Nadie visitaba a los muertos a esa hora de la noche. Nadie, excepto la amiga de la joven inquilina del
nicho número 318.
Una amiga
que apresuraba los pasos, no por temor -
en ese lugar ya no había nada que temer - sino porque un ligero escalofrío recorrió su
cuerpo. Tenía la sensación de estar en medio de la nada; suspendida en el
vacío, en un lugar que es ningún sitio. La nieve crujía bajo sus pisadas;
una nieve dura, a punto de convertirse en hielo.
El reloj de
la iglesia daba las cuatro, de la misma forma que había dado las cuatro diez
años antes cuando las dos amigas, cogidas del brazo habían recorrido el mismo
sendero en busca de la inmortalidad.
Aquella
noche habían salido con los pocos amigos que quedaban en el pueblo y con los que al igual que ellas, habían regresado a casa para celebrar la navidad. Había sido un reencuentro
divertido después de unos meses duros en la universidad. Iban de un bar al segundo y de vuelta al primero contando confidencias y secretos que desde hacía tiempo ya andaban en boca de todos porque en un
pueblo tan pequeño y entre amigos de toda la vida, no hay secretos. Incluso
conocían las historias de aquellos que se habían marchado para siempre huyendo de una tierra fría e inhóspita; de un pueblo sin futuro donde la gente si no
se moría de aburrimiento, se moría de viejo.
Y esos viejos que conocían a las amigas desde su
nacimiento decían de ellas que eran como almas gemelas, que la una no sabía
andar sin la otra. ¡Que siempre estaban juntas! Por eso, cuando faltaba un
cuarto de hora para las cuatro abandonaron cogidas del brazo el viejo bar de
Pepe, dispuestas - esas fueron sus últimas palabras en la puerta - "a lograr la mayor hazaña de sus
vidas".
- ¿Cuántos años tienes?
- Yo 18 ¿y tú?
- Voy a cumplir 19.
- ¡Será posible! ¿Tantos años? ¡Somos viejas!
Habían
salido del bar sin saber muy bien hacia donde ir. En un pueblo tan
pequeño no había mucho donde elegir.
- ¿A donde vamos?
- No sé, dejemos que sea el destino el que nos guíe.
- ¡Tú y yo y el destino! La pareja se convierte en
trío. ¡Nadie se lo va a creer!
- ¡Qué más da! Lo único que importa es nuestra
amistad.
- ¿Recuerdas? Íbamos a comernos el mundo.
- Luego, ya ves, hemos aprendido a digerir con
dignidad las amarguras.
- Por eso, cuando Jesús te dejó, yo estaba a tu
lado.
- Y yo al tuyo cuando Pablo te engañó.
- Fue entonces cuando decidimos vivir de verdad,
¿recuerdas? Divertirnos sin atar nuestros sentimientos a nadie, solo tú y yo.
- Aún así te enamoraste de José.
- Y tú de ese chico extranjero.
- Y tú de Luis.
- Y tú de Andrés.
Las dos
amigas se reían abiertamente al tiempo que intentaban secarse las lágrimas de
la risa con un pañuelo ya mojado.
El destino,
que había guiado sus pasos durante los últimos diez minutos, las había dejado
frente a la iglesia.
- Y ¿tu crees que algún día entraremos aquí vestidas
de blanco?
- Supongo que sí. Todo llega con el tiempo aunque
estoy segura de que en nuestro caso tardará en llegar.
Reanudaron
su camino en silencio, rumbo a ninguna parte.
- Este año la facultad se presenta dura.
- Está difícil y hemos aprobado por los pelos.
- Menos mal, porque si no, a estas horas no
estaríamos aquí.
Miraron a
su alrededor.
- No, aquí desde luego que no. ¿Te das cuenta de
donde estamos?
- Dios mío, pero ¡si es el cementerio!
El reloj de
la iglesia daba las cuatro con un sonido ensordecedor que retumbaban en el frío de la
noche. Las amigas estaban en uno de los largos pasillos del cementerio y no
sabían hacia dónde ir. Quedaron paralizadas, como si la muerte
se hubiera apoderado de ellas. La sensación duró sólo un instante pero logró
cambiar el rostro de las dos.
- Creo que este es un buen lugar para hacer
promesas. A la muerte no la puedes engañar.
- Y que es lo que quieres prometer.
- Quiero que me prometas que somos inmortales, dijo
entre sollozos.
- Pero que te pasa ¿Por qué lloras?
- Prométemelo. Prométeme que somos inmortales. Yo también te lo prometo.
- Te lo prometo. Tu y yo, nuestra amistad, no moriremos jamás.
- ¿Sabes que nadie me ama?, continuó diciendo
al tiempo que las lágrimas corrían por su mejilla.
- ¡Claro que lo sé! Pero no te preocupes porque ya tendrás tiempo de aburrirte de tanto amor.
- ¡Pero yo no quiero morir virgen!
- ¡Estás loca! ¿Por qué hablas de la muerte?
- Supongo que es el lugar, estamos rodeados de
difuntos.
Ya no podía
contenerse la risa. Sus lágrimas y llanto fingidos se convirtieron en una
inmensa carcajada.
- ¡Eres una bruja!
Fue así
como estalló la guerra de las nieves que duró hasta que ambas cayeron exhaustas
sobre un banquillo.
No se
habían dado cuenta de que estaba nevando y de que los pequeños copos blancos
iluminaban el cementerio como pequeñas estrellas del firmamento.
- Este lugar no es real. No hay vida y está libre de
pecado.
- ¿Y que hacemos aquí?
- No lo sé, pero no me gusta. No me vuelvas a traer.
- Yo no he sido, te lo prometo. Ha sido el destino.
- Vámonos a casa. Estoy cansada y tenemos toda la
navidad por delante.
Continuaron
el camino por uno de los largos pasillos del cementerio. La nieve crujía bajo sus pisadas, una nieve dura, a punto de convertirse en hielo.
Apenas
recordaba el lugar del nicho pero estaba segura de encontrarlo. Diez años
habían transcurrido desde aquella noche . De regreso a casa
unos focos invadieron la calle y en un segundo la vida de su amiga
quedó aplastada sobre el asfalto cubierto de nieve que no tardó en teñirse de rojo. Rojo era el color de la
muerte y rojo también el color de los copos que caían del cielo.
Nunca llegó
a comprender lo que había pasado. ¿Qué la habían hecho a su amiga? No podía
morir. ¡Era inmortal! Se lo había prometido.
Cuando finalmente llegó al nicho se quedó mirando la lápida de mármol.
"1955-1973
Tus padres te
recuerdan" rezaba la inscripción. No había nombre, tampoco flores. No
había nada.
Recordó
entonces el inmenso vacío que había sentido durante el entierro.
Recordó también el silencio que había percibido tras la muerte de su amiga.
A su alrededor se habían acumulado caras desconocidas, bocas que hablaban sin emitir sonidos, cuerpos que se movían lentamente y ojos que fijaban su mirada en los sepultureros que poco a poco, ladrillo a ladrillo, iban cerrando el agujero de la muerte.
Y volvió a
sentir ese inmenso vacío que durante diez años se había apoderado de su vida. Tenía un hueco en su alma, la oscuridad de un nicho, el negro agujero de la
muerte. Y ahí,
Y escuchó también de nuevo el silencio, incapaz de explicar su propia existencia. Era sordo y mudo, dibujado de maldad, cruel como solo lo puede ser la vida. "¡Que te han hecho amiga mía!", fue el grito con el que quiso matar el silencio.
¿Qué te han
hecho?, fue la pregunta con la que intentó
llenar su vació.
Palabras
que quedaron suspendidas en el aire. Sin respuesta. No había nada ni nadie para
responder.
Solo
silencio; el mismo que se llevó a su amiga. El silencio de la muerte.
Todavía estas conmigo y sigo sin comprender.
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